Cuentan las crónicas que allá por principios del siglo pasado un capitán del cuerpo de Regulares que se encontraba de patrulla por el Rif fue hecho prisionero junto a sus tropas y trasladado a un apartado refugio de los insurgentes donde fue aislado del resto de sus fuerzas e internado en una lúgubre cueva en la que coincidió con otros oficiales prisioneros.
Al percatarse del desánimo que cundía entre sus compañeros de encierro al verse del todo abandonados a su suerte y apenas sin esperanzas de ser rescatados por sus compañeros de armas, el capitán Sagredo, hombre joven y apuesto y también hijo y sobrino de militares, tomó la iniciativa y organizó la convivencia de forma que a los pocos días la moral había subido unos cuantos enteros.
De todos los oficiales prisioneros no era el de más graduación, pues había un coronel y dos comandantes, además de otro compañero de grado y un teniente, pero todos ellos parecían sombras de sí mismos. A la vista de su estado, no era fácil imaginárselos orgullosos en sus destinos o llenos de proyectos o de paseo con sus esposas por las calles de Tetuán unos meses atrás. Ahora, no eran más que pobres hombres sin ninguna esperanza.
Sagredo dispuso una serie de rutinas entre las que se encontraba que cada tarde, un poco antes del anochecer, cada uno contaría una historia acerca de sí mismo y la única condición que puso fue que no era necesario que fuera del todo cierta si bien esa parte de fábula debía pasar desapercibida para el resto. Si era pillado in fraganti, el susodicho sería objeto de burla colectiva con independencia de su graduación. Aquella iniciativa sólo contó con el apoyo inicial de los oficiales más jóvenes pero cada tarde, a la hora del crepúsculo, se formaba un corro expectante en el que no faltaba nadie.
El primero en relatar su aventura fue el otro capitán, que se apellidaba Guzmán-Garzo. Este contó que fue hecho prisionero otras tres veces antes de esa y que de todas se había evadido, si bien era cierto que en la última fue alcanzado por un tiro de rifle en una pierna y que desde entonces se había visto considerablemente mermado en sus capacidades físicas y ahora correr era prácticamente imposible para él. La historia fue dada por buena.
La noche siguiente fue uno de los comandantes el que tomó la iniciativa y se explayó en una narración llena de claroscuros que despertaron la desconfianza del grupo de oficiales. Contó que sólo con un pequeño destacamento y escaso armamento había rodeado una fuerza enemiga considerablemente superior a la suya y que semejante gesta le había supuesto una condecoración y un rápido ascenso de teniente a capitán. El coronel fue el que más le censuró aunque el comandante Olavide juró que era del todo cierta.
El joven teniente Ruíz relató que se había enamorado de la hija del coronel de su regimiento pero que como era pobre no había sido aceptado. Sintiéndose despechado, se había apuntado como voluntario a una misión arriesgada y que al ser descubiertos por las fuerzas enemigas en campo abierto habían tenido que combatir hasta el último hombre. El mismo resultó herido y hasta dado por muerto por el enemigo pero, llevado por su honor, levantó la mano y así supieron que todavía estaba vivo y así fue como fue hecho prisionero. Su historia, que contenía hasta tonos de romántica marcialidad, fue aplaudida no sólo como cierta sino como heroica.
La siguiente noche fue el otro comandante, un hombre experimentado pero de carrera estancada el que tomó la iniciativa. Contó que su vida había sido la de un pobre desgraciado sin fortuna, que se casó con la única mujer que le aceptó, la hija de un guarnicionero de Tetuán y que siempre había estado destinado en puestos administrativos y por tanto alejados de la línea de fuego. El comandante Cuadrado no aclaró por qué siendo así había sido apresado en territorio conflictivo y sólo alcanzó a decir que se había desorientado en una noche sin luna. Nadie le creyó y fue objeto de burla.
El coronel Preciado dijo que no tenía historia alguna que contar, excepto que ya ni recordaba la última vez que había estado en su pueblo, allá por Murcia, pero que cada noche soñaba que su madre le preparaba una piperrada de tomate. En esos sueños siempre era niño pero vestido con uniforme militar de gala y que mandaba una guarnición completa de soldados de plomo, deslumbrantes en su aspecto pero sin alma.
La última noche fue el propio Sagredo quien contó su historia. Aunque vestido de oficial de Regulares, en realidad era un agente secreto mandado allí por el estado mayor al objeto de organizar la evasión de todos los oficiales. La disposición táctica del terreno impedía una ofensiva a gran escala pero sus superiores habían decidido que se hiciera capturar y así poder entrar en contacto con ellos. En realidad, lo único que quedaba por decidir era el momento en que se darían a la fuga si bien eso también dependía del estado físico y anímico en que les encontrara. Les contó que lo que había visto le preocupaba, porque si bien desde la retaguardia habían dispuesto puntos de abastecimiento y enlaces que les facilitarían su llegada al cuartel general, no sabía qué parte de las historias que habían estado contando eran ciertas o falsas, así que ahora que conocían su propósito convenía que actuaran en consecuencia, es decir, que decidieran quienes le acompañarían o se quedarían allí presos hasta el fin de la contienda.
Nadie habló, pero a la noche siguiente, una noche sin luna, se dispuso a partir. ¿Quiénes crees tú que le acompañaron?