
Hace unos años recibí la llamada de un antiguo cliente convocándome a una reunión con la plana mayor de su nueva organización para exponerme un problema que les angustiaba. Mi cliente, al poco de ocupar su cargo, había detectado que en una de sus fábricas tenían un problema muy gordo: con el paso de los años el jefe de fábrica había creado una atmósfera de trabajo basada en el divide y vencerás y nadie había hecho nada por intervenir. El resultado patente era que sus mandos intermedios no se hablaban entre sí desde hacía 25 años y andaba muy preocupado con las consecuencias de tal grado de incomunicación que revertía en la producción y en tantas otras cosas. Me preguntó qué podía hacer para solucionar tal desaguisado.
Mientras sentía las miradas inquisitivas del resto de los miembros del comité de dirección, me quedé mirándoles fijamente y carraspeé un poco antes de soltarles mi receta: en primer lugar, deberíais despedir al director de fábrica. Ya, repusieron, ¿y qué más? Era evidente que la solución no era de su agrado. Entonces les sugerí que aceptaran que me reuniera unas cuantas sesiones con los mandos intermedios por una parte y con el propio jefe de fábrica por otra. Accedieron.
Las primeras reuniones con los mandos ya fueron sumamente esclarecedoras. Todos reconocían que a aquella situación se había llegado por culpa del jefe de fábrica pero al mismo tiempo reconocían que la dirección no iba a tomar “las medidas adecuadas” porque aquel hombre “conocía muy bien el producto” y eso llevaba muchos años de aprendizaje, así que se resignaban a seguir soportando las consecuencias de esa política de enfrentamiento como un mal endémico que todo el mundo conocía pero sobre el que nadie había actuado.
La postura del director de también era clara. No existía problema alguno. Los mandos intermedios “se quejaban de vicio” y en realidad, de haber algún problema, éste sería atribuible al “estilo de dirección”, dijo señalando con el dedo hacia arriba en clara alusión a “los que mandan”.
Al cabo de un mes de haber iniciado mi trabajo volvieron a llamarme. Esta vez querían que me reuniera con el presidente de la empresa en persona. Me volvió a explicar exactamente lo mismo que antes hicieron sus ejecutivos, le sugerí la misma medicina, esta vez con más argumentos, y me contestó que eso no podía ser. Cuando estaba dispuesto a presentar la renuncia al encargo, el presidente me hizo saber que había notado que el ambiente de trabajo entre sus mandos intermedios había mejorado muchísimo y me felicitó por el trabajo realizado.
En la comida que siguió a esa reunión el presidente volvió a la carga. ¿Por qué creía yo que había que despedir al jefe de fábrica si era evidente que la situación había mejorado tanto? La respuesta le dejó perplejo: Porque bastó que los mandos tuvieran la oportunidad de ser escuchados por alguien “independiente” para que las cosas mejoraran sustancialmente. Sabían que nadie les haría caso pero tenían la vaga esperanza de que, al menos, sus quejas llegarían a los oídos adecuados.
Así que eso era lo que había hecho modificar tanto la situación, se quedó pensando. Bueno, eso y que el jefe de fábrica nunca creyó que, en ese momento, estuviera pidiendo de nuevo su cabeza ante el presidente de la empresa.
Al cabo de los meses me enteré de que el jefe de fábrica había sido despedido.
El pasado fin de semana fui a comer con la familia a un pueblecito que nos pillaba de paso. Al poco rato y de forma inesperada apareció por la puerta del restaurante uno de aquellos mandos intermedios acompañado de su esposa y nos saludamos afectuosamente. Me puso al corriente de los acontecimientos y me informó de que las cosas seguían revueltas.
- ¿Cómo, que habéis vuelto a las andadas?
- No, que va, si nosotros estamos estupendamente y hasta desayunamos juntos todos los días. Ahora los que no se hablan son los de arriba.
Su esposa se me quedó mirando y me dijo:
- ¿No podrían contratarle de nuevo? Esto es insoportable.
Escribo esto con la esperanza de que no lo hagan.