Mostrando entradas con la etiqueta cuento. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta cuento. Mostrar todas las entradas

24 de noviembre de 2011

La misión del capitán Sagredo


Cuentan las crónicas que allá por principios del siglo pasado un capitán del cuerpo de Regulares que se encontraba de patrulla por el Rif fue hecho prisionero junto a sus tropas y trasladado a un apartado refugio de los insurgentes donde fue aislado del resto de sus fuerzas e internado en una lúgubre cueva en la que coincidió con otros oficiales prisioneros.

Al percatarse del desánimo que cundía entre sus compañeros de encierro al verse del todo abandonados a su suerte y apenas sin esperanzas de ser rescatados por sus compañeros de armas, el capitán Sagredo, hombre joven y apuesto y también hijo y sobrino de militares, tomó la iniciativa y organizó la convivencia de forma que a los pocos días la moral había subido unos cuantos enteros.

De todos los oficiales prisioneros no era el de más graduación, pues había un coronel y dos comandantes, además de otro compañero de grado y un teniente, pero todos ellos parecían sombras de sí mismos. A la vista de su estado, no era fácil imaginárselos orgullosos en sus destinos o llenos de proyectos o de paseo con sus esposas por las calles de Tetuán unos meses atrás. Ahora, no eran más que pobres hombres sin ninguna esperanza.

Sagredo dispuso una serie de rutinas entre las que se encontraba que cada tarde, un poco antes del anochecer, cada uno contaría una historia acerca de sí mismo y la única condición que puso fue que no era necesario que fuera del todo cierta si bien esa parte de fábula debía pasar desapercibida para el resto. Si era pillado in fraganti, el susodicho sería objeto de burla colectiva con independencia de su graduación. Aquella iniciativa sólo contó con el apoyo inicial de los oficiales más jóvenes pero cada tarde, a la hora del crepúsculo, se formaba un corro expectante en el que no faltaba nadie.

El primero en relatar su aventura fue el otro capitán, que se apellidaba Guzmán-Garzo. Este contó que fue hecho prisionero otras tres veces antes de esa y que de todas se había evadido, si bien era cierto que en la última fue alcanzado por un tiro de rifle en una pierna y que desde entonces se había visto considerablemente mermado en sus capacidades físicas y ahora correr era prácticamente imposible para él. La historia fue dada por buena.

La noche siguiente fue uno de los comandantes el que tomó la iniciativa y se explayó en una narración llena de claroscuros que despertaron la desconfianza del grupo de oficiales. Contó que sólo con un pequeño destacamento y escaso armamento había rodeado una fuerza enemiga considerablemente superior a la suya y que semejante gesta le había supuesto una condecoración y un rápido ascenso de teniente a capitán. El coronel fue el que más le censuró aunque el comandante Olavide juró que era del todo cierta.

El joven teniente Ruíz relató que se había enamorado de la hija del coronel de su regimiento pero que como era pobre no había sido aceptado. Sintiéndose despechado, se había apuntado como voluntario a una misión arriesgada y que al ser descubiertos por las fuerzas enemigas en campo abierto habían tenido que combatir hasta el último hombre. El mismo resultó herido y hasta dado por muerto por el enemigo pero, llevado por su honor, levantó la mano y así supieron que todavía estaba vivo y así fue como fue hecho prisionero. Su historia, que contenía hasta tonos de romántica marcialidad, fue aplaudida no sólo como cierta sino como heroica.

La siguiente noche fue el otro comandante, un hombre experimentado pero de carrera estancada el que tomó la iniciativa. Contó que su vida había sido la de un pobre desgraciado sin fortuna, que se casó con la única mujer que le aceptó, la hija de un guarnicionero de Tetuán y que siempre había estado destinado en puestos administrativos y por tanto alejados de la línea de fuego. El comandante Cuadrado no aclaró por qué siendo así había sido apresado en territorio conflictivo y sólo alcanzó a decir que se había desorientado en una noche sin luna. Nadie le creyó y fue objeto de burla.

El coronel Preciado dijo que no tenía historia alguna que contar, excepto que ya ni recordaba la última vez que había estado en su pueblo, allá por Murcia, pero que cada noche soñaba que su madre le preparaba una piperrada de tomate. En esos sueños siempre era niño pero vestido con uniforme militar de gala y que mandaba una guarnición completa de soldados de plomo, deslumbrantes en su aspecto pero sin alma.

La última noche fue el propio Sagredo quien contó su historia. Aunque vestido de oficial de Regulares, en realidad era un agente secreto mandado allí por el estado mayor al objeto de organizar la evasión de todos los oficiales. La disposición táctica del terreno impedía una ofensiva a gran escala pero sus superiores habían decidido que se hiciera capturar y así poder entrar en contacto con ellos. En realidad, lo único que quedaba por decidir era el momento en que se darían a la fuga si bien eso también dependía del estado físico y anímico en que les encontrara. Les contó que lo que había visto le preocupaba, porque si bien desde la retaguardia habían dispuesto puntos de abastecimiento y enlaces que les facilitarían su llegada al cuartel general, no sabía qué parte de las historias que habían estado contando eran ciertas o falsas, así que ahora que conocían su propósito convenía que actuaran en consecuencia, es decir, que decidieran quienes le acompañarían o se quedarían allí presos hasta el fin de la contienda.

Nadie habló, pero a la noche siguiente, una noche sin luna, se dispuso a partir. ¿Quiénes crees tú que le acompañaron?

26 de septiembre de 2011

Hablan de mí pero no hablan conmigo



Cuando ingresó en el hospital a través del servicio de Urgencias nunca imaginó que aquello terminaría de aquella manera. Un vahído, algo apenas más significativo que un leve mareo le había puesto sobre aviso; nada que le hubiera alertado especialmente a no ser porque conforme pasaban los minutos no disminuía en intensidad y un sudor frío mojaba la base de su cráneo.

En la soledad de todo enfermo a pesar de que esté acompañado supo distinguir en todo momento entre la alarma general de su entorno y esa paz interior que suele acompañar a los enfermos cuando se saben graves: ante todo mucha calma, se repetía a sí mismo. Así que, en lugar de llamar a una ambulancia y montar el numerito consiguiente, acertó a solicitar un taxi por teléfono y llamar a su esposa para que se acercara al hospital y que, si podía ser, no llegara allí antes que él. A pesar de todo, su secretaria le acompañó solícita.

Durante el trayecto trató de concentrarse en cosas banales como una secuencia numérica que había escuchado en una película la noche anterior mientras degustaba un whisky aguado en el salón de su casa o el sonido de un muelle que crujía bajo su asiento. Cualquier cosa que le alejara de su realidad más inmediata y también más desconocida. Notó que buscaba la mano de su secretaria y la asía con fuerza sin pedirle permiso. En aquellas circunstancias, no creía que estuviera obligado a hacerlo o si lo estaba le daba lo mismo. Asun le miraba tratando de trasmitirle confianza y serenidad, si bien la procesión iba por dentro. Llevaban trabajando tanto tiempo juntos que conocía a la perfección las reacciones de su jefe y se sentía protegida por la seguridad y aplomo que siempre había demostrado. En esa ocasión, no obstante, él parecía necesitarla más que nunca y sentir que estaba tan cerca como fuera posible.

El trayecto duró lo justo, ni mucho ni poco aunque a los ocupantes del taxi se les hiciera una eternidad ante la aparente indolencia del conductor, un empleado pakistaní que, inopinadamente, conocía a la perfección el trayecto más corto. El tiempo siempre corre en sentido contrario al esperado, se repetía él una y otra vez. No tuvo tiempo para muchas más disquisiciones. De pronto, sintió que estaba próximo a desmayarse aunque hizo esfuerzos por mantenerse consciente.

Lo cierto es que cuando quiso darse cuenta estaba transitando a toda velocidad los pasillos del hospital acostado en una camilla que parecía abrirse paso sorteando cuantos obstáculos encontraba a su paso. Había visto secuencias similares en muchas películas pero era la primera vez que lo hacía como protagonista. Ni rastro de su mujer ni de Asun, sólo un tipo que más que ver adivinaba empujando la camilla y unas cuantas caras de profesionales que le miraban a su paso y que se unían a la comitiva. Luego se hizo la noche.

Cuando despertó tuvo la sensación de que se encontraba en un espacio aséptico y aislado. La cuestión, sin embargo, es que no había despertado sino que permanecía en un estadio intermedio entre el sueño profundo y la vigilia. No sabía que estaba en coma. Las voces que percibía le llegaban atenuadas y era como si esas palabras no se pronunciaran a su lado sino en una habitación contigua.

Hizo esfuerzos por hacerse notar. Diría que movía sus manos y que gritaba todo lo que podía pero aún y así nadie atendía sus llamadas. Ahí empezó a desesperarse, todo su aplomo se había venido abajo porque él podía percibir que estaba despierto pero nadie parecía darse cuenta. Repasó sensorialmente todo su cuerpo descubriendo que no tenía libertad de movimientos. Su cuerpo era como una tabla rígida y de su boca salía un tubo que enseguida identificó con un respirador asistido. La cabeza no la sentía pero algo le decía que le habían operado.

Pasados los días, que a él le parecieron horas o semanas, distinguía las voces con más claridad, sobre todo la de Clara, su mujer, que siempre parecía estar a la cabecera de su cama. Siempre Clara y alguien más, un médico, un familiar, un asistente sanitario, un cura, sus hijos sobre todo Amalia, la pequeña, que siempre preguntaba a su madre si aquel señor era su papá o quién era, pero seguía sin poder hacerse notar. Lejos de lo que suponía eso empezó a no preocuparle demasiado. Algo le decía que mientras así fuera estaba seguro y en buenas manos.

Había aprendido a estar presente sin que se notara y así se enteró de que le habían operado de un tumor cerebral y que la cosa se presentaba mal, se dio cuenta del abatimiento de su familia, de los cuidados a los que le sometían constantemente pero sobre todo, se dio cuenta dolorosamente de que todo el mundo hablaba de él pero nadie hablaba con él.

Y ahí se encontró perdido y solo.

20 de junio de 2011

El precio de las cosas

Marcos Sanjuán aprendió desde pequeño que las delicias de la vida siempre tenían precio. Si le llevaban al médico éste le regalaba caramelos pero a cambio de un pinchazo previo, si su madre le dejaba montar en el tiovivo de la plaza los días de fiesta mayor era porque se había portado bien, si los reyes magos eran generosos era porque había tenido una conducta intachable durante el año. Todo tenía un precio.

No tenía memoria de haber hecho nada reprobable en toda su vida, así que no sabía lo que era el castigo solo que las cosas buenas tenían precio, no eran gratis. Conforme fue creciendo se reafirmó en esa idea. Sus primeros discos de vinilo los compró de su paga, así como las sesiones dobles en el cine de barrio, las golosinas y los cromos de su colección de fútbol, todo. No era de extrañar que su primera relación sexual fuera de pago con una señora a la que no conocía de nada y le doblaba en edad.

Aún y así Marcos Sanjuán entendía que aquello tenía su lógica y la aplicaba. Nunca hizo un favor que no cobrara, desde vender sus canicas de colores hasta pasar fotocopias de apuntes en la facultad. Según su esquema eso era lo normal. Su personalidad se conformó en esas creencias porque no había conocido otras. No tenía muchos amigos, eso era cierto, pero quién los necesitaba.

Cuando acabó su carrera de Derecho orientó su vida profesional como abogado y empezó a trabajar con su padre. Nunca aceptó casos que no le reportaran beneficio y discutía las minutas con ferocidad, de forma que el bufete prosperó. Las cosas iban bien pero sentía que no estaba en deuda con nadie porque pagaba por todo lo que usaba, necesitaba o quería. Se casó con una señorita de buena posición pero aún y así insistió en correr con todos los gastos de la boda, ajuar incluido.

Con el paso de los años tuvo tres hijos con los que repitió el esquema en el que había sido educado, haciendo que pagaran por las cosas buenas de la vida. Cada regalo que les hacía estaba ajustado a los méritos del comportamiento de los niños, de forma que más de un año alguno de ellos no tuvo regalo de cumpleaños o se quedó sin veraneo por haber sacado malas notas. Su mujer sufría por ello pero Marcos se mostraba inflexible, de forma que, sin traicionar sus principios, más que como padre se comportaba como un censor de cuentas que hacía un frío balance de lo que merecían.

Pasados los años, el abogado Sanjuán se convirtió en un tipo al que nadie agradaba. Un día que salió de paseo vio una escena inverosímil. Un grupo de mozalbetes cercaron a un hombre y le propinaron una paliza para robarle cuanto llevaba encima echándole luego a un estanque con tan mala fortuna que aquel hombre no sabía nadar por lo que empezó a pedir socorro con las escasas fuerzas que le quedaban. Viendo que no había nadie más cerca, se acercó a la orilla y como pudo alargó su brazo para que el otro se asiera y con esfuerzo logró sacarle del agua.

Cuando el peligro hubo pasado, el abogado sacó una libreta y empezó a anotar cifras que luego sumó. Me debe usted esta cantidad, dijo enseñándole al otro las anotaciones que había hecho. Son los gastos por haberle salvado la vida. El hombre se quedó mirando aquella cuenta y accedió a pagarle. Vaya, un tipo sensato que piensa como yo, se dijo Sanjuán. Como no llevaba dinero encima acordaron que se pasaría por el bufete para satisfacer su deuda y se intercambiaron tarjetas de visita con sus señas. El hombre salvado resultó ser un eminente doctor.

Al cabo de los días recibió la visita del hombre al que había salvado la vida. Viéndole en mucho mejor estado que cuando le conoció apreció en él un porte digno de un caballero. Le hizo pasar a su despacho y sin más le recordó la cantidad adeudada. El otro hizo ademán de pagarle pero cuando sacó los billetes dobló la suma, lo que lógicamente le extrañó. ¿Por qué me paga usted más de lo que me debe?

Muy sencillo, respondió el otro. El día del incidente me dirigía a atender a una muchacha sin recursos que estaba aquejada de una enfermedad muy grave. Si no me llega a salvar la vida ella y yo habríamos muerto. Más tarde recibí la visita de un viejo camarada al que hacía muchísimos años que no veía y pasé con él una agradable tarde. A saber cuándo volveré a verle. Luego, mi hija me llamó para anunciarme que estaba embarazada y que voy a tener un nieto. Ya por la noche mi mujer me dio un beso y entre lágrimas me recordó cuánto me quería y lo angustiada que había quedado al ver que casi me matan, así que saqué cuentas de lo que me habría perdido si usted no me hubiera socorrido y su precio me pareció muy barato.

Pero ahora que ya he saldado mi deuda, permítame que le haga una pregunta. La próxima vez que salve la vida a alguien pregúntese qué ocurriría si fuese a la inversa y quien pudiera socorrerle no estuviera dispuesto a cobrarle por ello. ¿Qué precio estaría usted dispuesto a pagarle por su vida?

25 de mayo de 2011

Ángela y la globalización



Más allá de toda duda, Ángela era una mujer comprometida. Apoyaba causas de todo tipo desde la protección a los animales abandonados hasta la lucha del pueblo saharaui y todas las banderas que enarbolaba tenían en ella una de sus más decididas defensoras. El problema era que, llegado un punto, ya no podía con su alma.

Combatía todo lo que atentara contra la defensa de sus intereses, que no eran otros que las causas a las que se entregaba, lo que la abocaba a llevar un estilo de vida estresante. Nada de transgénicos, guerra a los añadidos “E”, siempre soja y nunca lácteos, café de comercio justo, ropa ecológica, ni hablar de conducir automóviles sino usar siempre bici o transporte público. La lista era tan larga que parecía no tener fin y en su caso, eso era más que una forma de hablar.

Un día de principios de verano recibió la visita de su adorada amiga Lucía que venía a la ciudad porque estaba considerando matricularse en un MBA. Amigas dese la infancia, la vida de ambas había discurrido por caminos radicalmente distintos. Lucía era una mujer convencional, sin estridencias de ningún tipo que estaba en esa edad en la que uno no sabe si ya está suficientemente preparado para afrontar su futuro profesional o debe seguir formándose. En ese debate, no se había planteado siquiera otros temas de interés y mucho menos los que mantenían tan ocupada a su amiga Ángela.

Como chicas nacidas en un pequeño pueblo, su visión del mundo era completamente distinta. Lucía había hecho lo que se esperaba de ella y a todo lo más que había llegado era a estudiar la carrera en la universidad de la capital de provincia. Económicas que vale para todo, como le había indicado su padre, agricultor y pequeño empresario. Ángela, por el contrario, siempre tuvo claro que su vida no se movería hacia lo que se esperaba de ella y desde muy jovencita supo que a la primera oportunidad se trasladaría a la gran ciudad y que una vez allí bebería de todas las fuentes que se le ofrecieran como correspondía hacer a un espíritu rebelde.

Cuando Lucía llamó al timbre de la casa de su amiga y Ángela abrió la puerta se encontró con una persona de la que estaba en las antípodas pero se fundió en un caluroso abrazo después de los años que hacía que no se veían fuera del pueblo. Lucía alucinó de inmediato al ver la decoración de la casa y la atmósfera que en ella se respiraba, con gatos y perros por todas partes y carteles de todo tipo de campañas. Un poco asustada, avanzó que sólo se quedaría unos pocos días y que procuraría no ser una molestia. Escuchar aquello fue un alivio para Ángela.

Sin embargo los trámites se complicaron y Lucía permaneció unos días más en casa de su amiga lo que dio pie a que aparecieran los roces. Una noche, durante la cena, Lucía fue recriminada porque usaba unas zapatillas deportivas de una marca a la que se acusaba de utilizar mano de obra infantil, lo que caldeó el ambiente. Ángela le soltó un discurso en que la acusaba poco menos de ser la responsable directa de dicha explotación infantil y Lucía reaccionó preguntándole si ella conocía la procedencia de su ropa interior y las condiciones laborales de quienes la habían confeccionado. Obviamente, no lo sabía pero le daba igual porque no podía tener información sobre todo y tampoco podía prescindir de usarla hasta saberlo.

Entonces Lucía le dijo: supongamos que tenemos 1.000 € en nuestro bolsillo y que estamos dispuestas a gastarlos.

Si gastamos ese dinero en cosas de poco valor, ese dinero va para a China que es el banquero del mundo.

Si gastamos el dinero en gasolina, va para los árabes, que son los dueños del mundo.

Si compramos un ordenador, el dinero va para la India donde hay más de cien millones de multimillonarios.

Si compramos frutas, irá para México, Honduras o Guatemala, pero sólo en parte porque la mayoría de las empresas frutícolas son multinacionales.

Si compramos un coche, el dinero irá para Alemania o Japón y lo gastemos como lo gastemos ningún centavo de ese dinero ayudará a nuestra economía ni a hacer un mundo mejor.

Ángela se quedó pensativa y la discusión fue derivando hacia otros derroteros pero a la mañana siguiente hizo un repaso de las cosas que atesoraba en su casa llegando a las siguientes conclusiones:

Casi todas las cosas que poseía eran de poco valor y la mayoría compradas en bazares o mercadillos así que la procedencia no ofrecía dudas; no gastaba dinero en gasolina pero usaba transporte público y cuando quería ir de viaje a otro país utilizaba el avión que sí consume y contamina; el ordenador y la mayor parte de los chismes informáticos que tenía en casa eran de marcas desconocidas y muy baratas, así que en algún lado estaba el truco; consumía mucha fruta y raramente de procedencia local porque en el Lidl lo que primaba era el precio, no la procedencia; coche no tenía, de forma que en eso no ayudaba ni a los alemanes ni a los japoneses pero le pareció poco consuelo comparado con el resto.

Despertó a su amiga y la invitó a que se marchara de su casa ese mismo día porque después de haber pensado en lo que le dijo y con todo el estrés que ya llevaba encima, ahora tenía tres o cuatro nuevas campañas a las que tenía que alistarse por su culpa y que eso era más de lo que podía soportar.

Lucía acabó su master y escribió a su amiga diciéndole: “cuando estés más aliviada acuérdate de llamarme porque de todo lo que he aprendido aquí, seguro que se te ocurren varios motivos más para declarar la tercera guerra mundial”.

Ángela le contestó: “No esperes que lo haga. Por tu culpa no consumo ninguna hortaliza que no haya crecido en el huerto de mi terraza, ni visto con nada que no me haya tejido yo misma, ni puedo volver a visitar a mis padres porque tengo que coger el autobús. Te odio.”

27 de abril de 2011

Simbad


Hubo una vez un hombre como cualquiera de nosotros que fue capaz de conseguir lo que se propuso. No es que consiguiera todo lo que quería, sólo aquello que se propuso. Ese tipo no era especialmente hábil, ni fuerte, ni ducho en conocimientos. Sólo era alguien que se propuso algo y lo consiguió.

En primer lugar quiso saber quién era y para ello tuvo que conocer cuáles eran sus verdaderos límites. No fue sencillo ese ejercicio. Cómo iba a serlo si para eso debía visitar sus creencias, juicios y certezas. Se vio como alguien que nunca había salido de un territorio conocido del que conocía cada rincón pero que era como un pequeño planeta que podía recorrer en cualquier dirección para volver al punto de partida. Eso le recordó el Principito, ese falso cuento para niños que habla de cada uno de nosotros.

Luego, y eso fue lo segundo, tuvo que pensar si era feliz en su planeta. Lo era, sobre todo porque había resumido su concepto de felicidad a la aceptación de lo que conocía pero se daba cuenta de que a veces eso no le bastaba y se sumía en lánguidos pensamientos. Algunos días se preguntaba qué habría más allá de su pequeño país, pero siempre volvía de regreso a casa para ver por televisión o escuchar por la radio historias de aventureros que regresaban contando maravillas. Eso le recordó la fábula del elefante estacado pero empezaba a sospechar que si otros elefantes habían podido librarse de su confinamiento, quizá el también podía.

Como consecuencia de eso, lo tercero que hizo fue tener un sueño. Tuvo que hacerlo despierto y con los pies en el suelo, lo cual es más difícil de lo que parece porque los sueños que se persiguen son como una novela con planteamiento, nudo y desenlace, no un rimero de ensoñaciones más parecidas al cuento de la lechera. Esos no conducen a nada salvo a la melancolía y ese nunca es un puerto seguro. Su sueño era viajar a un planeta cercano.

En cuarto lugar llegó a la conclusión de que si quería ver mundo tenía dos opciones. O compraba un billete de acompañante de explorador o debía construir una nave, no una nave cualquiera sino aquella que le diera servicio y de la que se pudiera fiar. Su sueño no iba a depender de la tecnología de otros ni tampoco de que le llevaran como a un turista. La enseñanza que obtuvo es que no basta con desear hacer algo sino que eso significaba esfuerzo.

Lo quinto que hizo fue construirse una nave. Cuando la acabó se dio cuenta de que no se parecía a ninguna otra y que muchos se reían de ella, especialmente los que no disponían de una. Pero otros expedicionarios que se acercaron a verla no la juzgaron sino que le hicieron algunas preguntas prácticas, por ejemplo, si había previsto tal o cual detalle. Esos le ayudaron de veras. Uno le preguntó si había pensado en un nombre para su ingenio. Eso es importante, le dijo, porque identifica tu sueño y lo distingue de otros. El hombre se quedó pensando y decidió que la llamaría Simbad. Al otro, después de cotejar sus registros y asegurarse de que no había antecedentes de ese nombre le pareció bien.

Lo sexto fue poner una fecha de inicio a su aventura e ir descontando los días del calendario.

Lo séptimo fue no posponer el vuelo. Para ello cerró su casa, se despidió de sus vecinos y amigos y se introdujo en la nave Simbad que esa mañana le pareció más reluciente que nunca. Lo más difícil, no obstante, fue accionar el arranque porque una vez hecho eso no había vuelta atrás.

Lo octavo que hizo fue comprobar que la nave se elevaba lentamente hasta coger más y más potencia y que una vez fuera de la pequeña fuerza gravitatoria de su planeta Simbad se comportaba de maravilla. El viaje al cercano planeta fue corto, como estaba previsto. Hizo un par de vueltas a su órbita para asegurarse de que sus dimensiones eran diez veces superiores a su planeta de origen y finalmente se posó en un lugar cualquiera. Salió de su nave y admiró cuanto vio.

En noveno lugar y cuando se dio cuenta de que sus provisiones menguaban volvió a embarcarse en Simbad y puso rumbo de regreso. El viaje de vuelta se le hizo mucho más corto. Cuando aterrizó corrió a la plaza del pueblo y empezó a contar a todo el mundo las maravillas que había visto, animando a que hicieran lo propio. Muchos le escucharon atónitos, algunos le admiraron pero nadie excepto los expedicionarios le entendió.

En décimo lugar, se planteó nuevos horizontes. Tuvo otro sueño. Construyó otra nave que le llevara más lejos. Pero nunca tuvo otra como Simbad cuyo mérito fue hacerle consciente de lo que era capaz.

25 de marzo de 2011

Tú puedes, papá


James White se había retirado de las carreras un par de veces. A su edad ya empezaba a ser una excentricidad verle arrastrándose por los circuitos y nadie podía reprocharle que no tuviera todo hecho en ese mundo. Gracias a él su vida había transcurrido en los más aristocráticos ambientes y había conocido a todo tipo de personas excitantes. El mundo de los coches de competición no tenía secretos para él.

La primera vez que lo dejó fue a causa de un accidente que le costó tener que pasar dos meses en un hospital y del que le había quedado secuelas. Su pierna derecha no hacía más que darle continuos problemas y cuando había humedad en el ambiente tenía que arrastrarla como un lastre. De hecho, se habló de amputársela pero él se negó. Los médicos estuvieron de acuerdo pero le previnieron que nunca sería una extremidad “funcional”. Le hizo gracia el modo tan inglés que emplearon para decirle que quedaría inútil.

No obstante, en la escudería pensaron que sus conocimientos mecánicos seguían siendo muy valorados. Proponía y probaba mejoras continuamente pero ya no era lo mismo. Al final sus mejoras eran aprovechadas por otros pilotos y eso le recordaba que él ya no estaba en ese mundo, pero su verdadera pasión seguía siendo conducir en las competiciones y se ofreció como piloto en algunas pruebas de resistencia en las que se conducía por turnos. Eso supuso su vuelta a los circuitos no sin la oposición de su esposa y el escepticismo de los responsables de la escudería. Pero cuando James White se empeñaba en algo, era difícil negárselo.

Al finalizar cada carrera sentía unos dolores atroces en la pierna herida pero trataba de poner buena cara. Además, los resultados acompañaban y eso le compensaba sobradamente. En esa época nació su tercer hijo, Jerry. Su esposa trató que lo dejara definitivamente en ese momento pero él creía que todavía no había llegado la hora. Sin embargo, al poco tiempo la escudería abandonó ese tipo de competiciones y le anunció que prescindían de sus servicios. Nadie volvió a contratarle.

Pasados los años, la reina le distinguió con el título de sir que era una hermosa forma de recordarle que ya era historia. Aceptó la distinción y se retiró con su familia a la campiña donde llevó una apacible vida de propietario rural. La vida le había cambiado por completo pero, cuando le podía la nostalgia, al menos tenía el consuelo de poder visitar el garaje donde guardaba un par de sus antiguos coches y allí se pasaba horas admirándolos.

Un buen día recibió la llamada de los organizadores de una competición de veteranos y le invitaron a participar. Dudó mucho pero el reto era atractivo. Tenía coche y todo el tiempo del mundo para prepararlo. Su hijo Jerry, que entonces tenía ocho años, le dio el empujón definitivo. Conforme se acercaba la fecha la excitación iba en aumento. Cada día que pasaba era un día menos y todavía quedaban muchas cosas por hacer, pero finalmente hubo que organizar el viaje y desplazarse hasta el continente.

El día antes de la prueba en Le Mans la pierna le dolía atrozmente. Ya no sólo era por el mal tiempo sino porque con el paso de los años volver a forzarla con los pedales de freno y acelerador se había convertido en un suplicio. Durante la cena anunció a su familia que estaba considerando seriamente no salir a pista para competir a la mañana siguiente. Nancy, su esposa, lo entendió y se sintió aliviada porque se daba cuenta de que no estaba en condiciones pero el pequeño Jerry quedó cariacontecido aunque no dijo nada.

Cuando se despertó y se levantó de la cama no pudo evitar echar un vistazo a su equipación que estaba dispuesta para ser usada. Apenado pero resuelto hizo como que no le importaba demasiado y puso buena cara pero la procesión iba por dentro. Desde la ventana de la habitación del hotel podía distinguirse a lo lejos las banderas multicolores del circuito y sintió ganas de llorar. Nancy le abrazó por detrás y se quedaron en silencio.

Entonces Jerry, que vio la escena, se dirigió a la mesa y garabateó unas palabras con su letra infantil en un bloc de cortesía del hotel, arrancó la hoja y se la acercó a su padre. Simplemente ponía “papá, si quieres puedes”. Y esa fue la última vez que compitió.

21 de febrero de 2011

La puerta verde


Después del trabajo Jairo acostumbraba llegar a casa hacia las siete y media de la tarde. Salía de la oficina de contaduría al filo de las seis pero le gustaba entretenerse un poco callejeando por la ciudad para desentumecer sus músculos antes de recogerse en el apartamento que compartía con su hermana Mirta. Ella no ponía condiciones de puntualidad ni de ningún tipo a su hermano mayor con el que convivía desde hacía años, después de que ella enviudara.

De todas formas, Jairo siempre llegaba con tiempo suficiente antes de la cena. Le gustaba sentarse en la butaca del salón aprovechando los últimos rayos de sol que entraban por el ventanal mientras releía las páginas de economía y sociedad de El Mercantil mientras Mirta terminaba de poner la mesa. Su hermana hacía eso todas las noches un poco antes de que comenzara el noticiero de la radio. Antes, había estado escuchando el serial mientras planchaba las camisas de Jairo, zurcía algún calcetín roto o tricotaba uno de los jerseys que le regalaba dos veces al año, uno por Navidad, el otro por su cumpleaños. Llevaban tantos años juntos que ninguno de los dos sabía cuántos de esos jerseys estaban durmiendo en la cajonera sin siquiera estrenarlos.

A las ocho de la tarde servía la cena. Frugal, conforme a las normas impuestas en vida de la madre. Frugal, porque la economía era un asunto siempre mal resuelto para un simple contable. Frugal, porque a Mirta no le gustaba cocinar pero sí poner la mesa como si se trata de un banquete. Luego los dos hermanos volvían a sus butacas y departían un rato sobre las noticias del día antes de despedirse y marchar cada uno a su habitación.

Pero un día Jairo no apareció. A eso de las nueve de la noche Mirta recogió la mesa y guardó la vajilla, se sentó en su butaca y esperó un par de horas más antes de retirarse a su habitación. A la mañana siguiente, Jairo todavía no había regresado y Mirta tuvo tentaciones de llamar a la oficina donde estaba empleado pero entonces se dio cuenta de que ni siquiera contaba con el número de teléfono.

A las siete y media de esa tarde oyó el forcejeó de las llaves en la cerradura de la puerta y se sintió aliviada cuando reconoció la voz de su hermano que anunciaba que ya estaba de vuelta. Jairo se quitó la chaqueta, se aflojó el nudo de la corbata como hacía siempre y luego siguió con el ritual de todas las tardes, pero no dio ninguna explicación a su hermana quien tampoco se la pidió limitándose a volver a poner la mesa como si nada hubiera pasado.

Fue durante la cena cuando Jairo le contó que la tarde anterior, mientras iba de regreso a casa, se quedó prendado de una puerta verde que tenía un hermoso timbre de latón brillante. Era como la de nuestra casa de niños, Mirta ¿te acuerdas? Era como la de casa, repetía una y otra vez. Estuve observando esa puerta y ese timbre durante mucho tiempo sin que nadie entrara ni saliera, pero del interior de las ventanas llegaba luz. Ya era de noche cuando me acerqué decidido a pulsar aquel botón. ¡Qué atrevimiento Mirta! ¿No crees? Pero no tuve valor y al rato volví a cruzar la calle y me quedé mirando desde la distancia ni sé por cuánto tiempo.

La hermana le escuchaba mientras daba pequeños sorbos de la sopa de calabaza pero no decía nada, sólo asentía para que Jairo no fuera a pensar que no le prestaba atención. ¿Te acuerdas Mirta de nuestra casa? Esa sí que era hermosa con sus ventanales a la calle, con sus escaleras de madera que retumbaban cuando bajábamos por ella a la carrera. Pues la que vi tenía la puerta verde como la nuestra. Y un brillante botón en medio. ¿Sería del mismo arquitecto? Nunca más vi una puerta tan linda como esa hasta ayer.

Ahora Mirta entendía lo que pasó la noche anterior, pero no pidió ni dio explicaciones como era su costumbre. En el noticiario daban cuenta de que al presidente Kennedy le acababan de asesinar en Dallas, un energúmeno parecía ser el responsable. Como buen liberal, Jairo admiraba a Kennedy y a los demócratas. A menudo hablaba con alguno de sus compañeros de oficina acerca de ese hombre que parecía tenerlo todo a favor o en contra, según se mirase. A Mirta, Kennedy le daba igual, sus nociones políticas eran insignificantes, pero la noticia hizo que Jairo prestara atención al suceso y dejara en suspenso su historia de la puerta verde. Luego, ya sin hambre, se sentó en la butaca esperando a que su hermana recogiera la mesa y le acompañara un rato para seguir hablando de Kennedy, de la puerta verde o de otra cosa. Pero hoy, no sabía por qué, se había olvidado El Mercantil en la oficina. Y eso sí que era un contratiempo porque no podría leerle a su hemana.

Mirta le trajo una infusión que se tomó antes de preguntarse si le apetecía y al poco se quedó dormido. La hermana le tapó con una manta ligera y allí le dejó descansando. Jairo había pasado toda la noche frente a la puerta de su casa. Pronto ya no conocería a nadie. Y lo peor era que ella tampoco estaba ya para muchos trotes.

18 de enero de 2011

La cocina de Maud


Los viernes por la noche Maud daba una cena en su casa a la que asistía su círculo de íntimos. Indefectiblemente, excepto el receso veraniego en Deauville, cada viernes por la noche esa cita estaba anotada en rojo en unas cuantas agendas de personas variopintas que tenían en común el amor que Maud les profesaba.

Las peculiaridades de los platos que llegaban a su mesa ya eran por sí solos un motivo suficiente para no faltar a la cita. Los alimentos eran presentados de forma completamente original y denotaban mucho tiempo de elaboración. Los tomates aliñados y presentados como crestas de gallo, los panes abiertos en forma de bocas llenas de dientes esculpidas que escondían bolitas de sabores indescriptiblemente deliciosos, los pescados sin costuras rellenos de marisco al vapor, los escalopines de solomillo de cuyos profundos cortes en diagonal emergían palmeras de verduras, todos los platos tenían algo que, además de rendir culto a los paladares más exigentes, los hacían únicos e irrepetibles.

La cocina de Maud era un santuario que todos querían visitar en algún momento pero sin ningún éxito. La anfitriona tenía vedada la entrada a cualquiera que no fuera imprescindible en la elaboración de aquellos manjares alegando lo reducido del espacio y su gusto por no revelar secretos culinarios. En eso era muy estricta y no hacía excepciones. Maud entraba y salía de ella siempre con una sonrisa en la cara pero procurando que nadie asomara las narices. Su marido, el marqués de Vaucluse, servía los aperitivos y animaba la espera con su charla, pero su papel era meramente secundario en cualquier otro aspecto relacionado con la velada.

Los invitados, siempre educados, llegaban con la antelación suficiente para no aparentar que lo que realmente ansiaban era que diera comienzo la cena y no tener que soportar demasiado tiempo el excesivo Vaucluse, aunque también sabían que para ocupar su lugar en la mesa y siguiendo las normas de la casa, tenían que sentarse en el lugar que la anfitriona hubiera establecido para cada ocasión y que variaba semana tras semana. De esa forma, lograba que las conversaciones fueran más o menos animadas o educadas en función de las parejas circunstanciales que había formado. Cuando todo estaba dispuesto Maud hacía su aparición desanudando el lazo de su mandil que dejaba al cuidado de una sirvienta, repartiendo besos a los regazados y sentándose en la cabecera de la mesa, momento en que hacía sonar una campanilla de plata y empezaba formalmente la velada.

Las viandas eran servidas teniendo en cuenta las preferencias de cada invitado que el servicio había memorizado a conciencia. La carne al punto, roja o ligeramente pasada, la ventresca, el tronco o la cola del besugo según el gusto de los comensales, la presencia o ausencia de salsas, el punto de sal, todo estaba integrado y nada era confiado al azar. El marqués de Vaucluse era el encargado por derecho propio de dar la enhorabuena a la cocinera, cosa que hacía de una forma u otra en función de la distancia que hubiera establecido Maud entre ambos. Si estaba cerca, le besaba la mano con deferencia, si estaba más alejado se limitaba a hacer un comentario elogioso en voz alta mientras alzaba su copa para brindar por la cocinera con el vino más adecuado para la ocasión.

Como es natural, los alimentos también se servían en función de la época del año. Era impensable encontrar un ingrediente que no estuviera en su punto álgido, Maud se ocupaba en persona de que así fuera. Todo era perfecto hasta en exceso.

Una de esas noches, una de verano, la cena se sirvió en el porche enjaezado con flores y arbustos olorosos a los que Maud era asimismo aficionada. Parte del toque de sabor se debía a su maestría a la hora de combinar fragancias de aquellos arbustos cuidados con tanto mimo. En aquella ocasión Auguste Briard, crítico gastronómico reputado y entrometido como pocos, logró ser invitado tras haberlo intentado por todos los modos posibles, incluida la lisonja. Maud, que sabía lo arriesgado de aquella apuesta, presentó a sus invitados nuevas y sublimes creaciones que culminó con un coulant de chocolate que fue celebrado hasta por el mismo crítico.

Sin embargo, su verdadero interés mal disimulado era entrar en la cocina y desvelar los secretos de su anfitriona. Dado que sabía que eso era prácticamente imposible trató de comprar al servicio para que le franquearan el paso, pero no tuvo éxito en su empeño aunque no se dio por vencido. Briard se había impuesto la misión de desvelar los secretos de esas recetas modélicas y propagarlas al mundo desde su columna de prensa, a pesar de que, en su experta opinión, madame de Vaucluse era una amateur y para nada resultaba comparable a los verdaderos profesionales de la cocina que abundaban en Francia y a los que ella apenas hacía mención ni alababa el gusto.

Para ello ingenió un plan y lo puso en práctica haciéndose pasar por un ayudante del carnicero que traía un costillar exquisito. La tarde de ese viernes se presentó disfrazado a la puerta de servicio con la pieza a cuestas y se ofreció a llevarlo a la despensa contigua a la cocina. Desde allí y con disimulo entreabrió la puerta en el momento que supuso que los preparativos de la cena estarían en marcha como así era. Desde su escondite vio a Maud y a un par de doncellas ajetreadas que, para su desconcierto, en lugar de cocinar a lo que se dedicaban era a dirigir una orquesta de ingredientes que, ordenadamente y por iniciativa propia, saltaban al puchero, se sumergían en una marinada, se abrían la panza con un afilado cuchillo o, simplemente, se dejaban manejar por aquellas manos expertas. En aquella cocina, más que guisar se hacía magia.

Como aquello era sencillamente imposible, achacó esa incongruente visión a los efectos de las drogas que tomaba y por temor a ser descubierto volvió a cerrar la puerta de la despensa y salió sigilosamente de la casa por donde había entrado. Auguste Briard tuvo que respirar hondo y encender un pitillo de opio para volver a tener la sensación de que las alucinaciones que sentía tenían causa justificada.

Por la noche, tras la velada, hizo saber ante todo el mundo que daría con gusto su brazo derecho por conocer la exquisitez y el secreto de sus elaboraciones. Dado que Maud no parecía muy receptiva, Briard le confesó en un aparte cuanto había visto esa tarde en la cocina y ella le miró de soslayo aunque no mostró mucho interés por sus palabras. Pero en su disimulo no pudo evitar que el ritmo de su respiración se viera alterado y que el tul de su sobrecamisa fluctuara presa de la agitación. Con una excusa logró distraer al crítico fisgón que enseguida se vio atrapado por una pareja seguidora de sus artículos demoledores o ensalzadores de la reputación de los más afamados chefs del país que eran sometidos a su juicio inapelable. Su vanidad fue suficientemente colmada.

Un poco más tarde, Maud fue a su encuentro y con disimulo le hizo indicaciones para que la siguiera. Cuando llegaron ante la puerta de la cocina le miró con una mezcla de sobrecogimiento y resignación y la abrió de par en par para permitirle la entrada a aquel tempo de los sabores. Una vez dentro, cerró con llave y se situó a su espalda. Lo que vio Auguste Briard fue algo completamente inesperado pero sólo fue un instante, el tiempo justo para que el marqués de Vaucluse descargara sobre su hombro un golpe certero con un cuchillo de carnicero que le cercenó el brazo tal como había ofrecido el crítico por conocer los secretos de aquella cocina. Y ya no vio mucho más antes de caer desmayado por el dolor.

El viernes siguiente, última cena de la temporada, se presentó un nuevo plato a la mesa. Parecía un roast beef pero su carne era uniformemente rosada y su sabor era mucho más suave. Del crítico Briard nadie volvió a saber nada ni tampoco se le echó de menos. Luego, el verano en Deauville se hizo interminablemente largo esperando el regreso de las maravillosas cenas que salían de la cocina de Maud.

21 de diciembre de 2010

Cuento de Navidad. El médico de El Jou


Transcurridos unos meses desde la muerte de su padre, Berta recibió como parte de su herencia una vieja y pesada caja llena de documentos y objetos personales que le habían pertenecido. Firmó el recibo notarial y la guardó en el trastero. Durante un tiempo no fue capaz de abrirla pero un día, a la vuelta del trabajo y aprovechando que los niños estaban pasando la tarde con su padre comprando el árbol de navidad, abrió la puerta del armario para guardar algunos regalos y allí la vio, ocupando un espacio vital que ella necesitaba. Pasó su mano sobre la tapa de esa caja que sabía que contenía cosas que su padre consideraba de valor preguntándose qué iba a hacer con ellas. Hacía años que habían perdido el contacto. No se habían enfadado, sólo distanciado. Berta hacía años que había abandonado su país y vivía en Canadá junto a su esposo y sus dos hijos. Ahora estaba embarazada del tercero.

Arrastró la caja hasta el salón y se preparó un té. Con la taza humeante en su mano pensó qué ocurriría cuando la abriera. Como fetichista, sabía que su padre era aficionado a guardarlo todo. ¿Por qué tendría que habérsele ocurrido hacer eso? ¿Por qué le traspasaba la pesada carga de tener que custodiar su pasado? Como mujer práctica sabía lo que tenía que hacer, así que sin más rompió el precinto y levantó la tapa.

Lo que vio le hizo dar un respingo en su asiento. Allí había juguetes viejos de cuando era niña. Juguetes que pensó que su madre habría tirado, juguetes queridos y olvidados desde hacía muchísimo tiempo. Un montón de clics de famobil, unas cuantas muñecas que enseguida reconoció, un juego de construcciones de madera. Pero también reconoció decenas de cuadernos repletos de sus primeros garabatos en los que se intercalaban dibujos de barcos que le hacía su padre y que ella coloreaba. Berta siempre le pedía a su padre que le dibujara cosas y él parecía que sólo sabía dibujar veleros con una niña con coletas al timón: ella.

Y además había dos sobres. Uno, ya amarillento y grande numerado con un 2 y otro más reciente y pequeño numerado con un 1. Abrió el primero y sacó de él una carta que decía:

“Ahora que tienes la edad suficiente quiero que sepas que hay un lugar mágico que se llama El Jou. Yo fui con otros ocho guerreros porque nunca se debe ir solo sino acompañado de otras almas que encontrarás por el camino y que te llevarán hasta la cumbre ya que ese lugar está entre montañas y un poco apartado del mundo. Se llega a él siempre que tengas la voluntad suficiente para ascender por una cuesta sinuosa que te lleva a un refugio de piedra donde habita un médico sabio que ya sabe que una vez en la vida irás a verle. Tiene anotado tu nombre en un enorme libro de registro y lo busca en él antes de que siquiera abras la boca. Te toma de la mano, hace unas pocas preguntas, examina tu alma después de pedirte que te desnudes como un árbol en invierno y luego, amorosamente, te somete a una dura prueba que consiste en que escribas una carta al niño que fuiste una vez. Una vez hecho eso, eres una persona completamente sana y puedes volver a tu vida y vivirla en paz.

Con todo el amor.
Papá”

Berta abrió el segundo sobre más grande mientras notaba el temblor en sus manos. Sacó una foto en la que distinguió a su padre junto a otras ocho personas que no había visto en su vida y una carta. También en esa carta se adivinaba la caligrafía de su padre pero antes de ponerse a leerla dio un sorbo a su taza de té y puso en su regazo una de las muñecas que había recibido y que le hablaba de la niña que fue.

Carta al niño que fui

Te perdono al tiempo que te pido perdón por el daño que nos hemos causado mutuamente. Y empezaré por pedir perdón por haberte llevado por caminos que no eran los de tu naturaleza, por haberte hecho más cobarde o más débil de lo que eras, por haberte obligado a hacer cosas menos grandes o comprometidas de las que eras capaz, por haberte protegido o expuesto demasiado, por haberte privado de meter mano a una chica hermosa cuando lo deseabas, por haberte obligado a callar o hablar cuando debías haber hecho lo contrario, por haberte convencido de quedarte en tierra cada vez que querías embarcarte, por permitir que buscaras refugio en cosas vacías donde no había nada y sobre todo, dónde no estabas tú.

Por todas esas cosas te pido perdón. Pero también te perdono por haber permitido que hiciera mi voluntad porque lo cierto es que no nos teníamos más que el uno al otro. He de respetarte y honrarte porque te quiero y somos la misma cosa, aunque no pueda pagarte más precio que el que me ha hecho pagar la vida”.

Berta notó como dos gruesas lágrimas se deslizaban por sus mejillas pero se sintió en paz. Luego, preocupada por si sus hijos regresaban a casa se apresuró a cerrar los sobres, devolver los juguetes al interior de la caja y a envolverla con papel rojo brillante, ponerle un enorme lazo dorado y añadirle una etiqueta que en la que escribió: para Berta de su padre y la arrastró de nuevo hasta el armario donde la colocó con el resto de regalos. Hizo bien en apresurarse porque enseguida llegó su marido y los niños con el árbol de navidad que habían ido a comprar.

Aquellas sí que fueron unas buenas navidades.

18 de noviembre de 2010

El sargento Murray

El general llegó al campo de batalla para observar el avance de sus tropas y lo que vio le puso los pelos de punta. Un destacamento se había declarado en rebeldía y había decidido no volver a luchar. De inmediato convocó a su estado mayor para expresarle su ira. Cómo pueden haber permitido semejante indisciplina, bramó el general a sus oficiales. Les mandaré fusilar a todos. Los oficiales permanecieron en silencio, pero cuanto más callados permanecían más se enfadaba el general que seguía bramando, ahora paseándose entre ellos con cara de perro.

Uno de los oficiales de más rango se adelantó y cuadrándose marcialmente se atrevió a hablar. Es a causa del sargento Murray, dijo por fin. Atacamos una posición enemiga y hubo una masacre de civiles. Murray rescató a un niño y lo trajo consigo.

El general no salía de su asombro porque no veía relación alguna. Está bien, dijo, tráiganme a ese Murray, ordenó el general. Le condecoraré con una medalla y tema zanjado. Señores, tenemos una guerra que ganar. De nuevo se impuso el silencio. Me temo que eso no pueda ser, señor. Murray está muerto. Murió ayer noche en una escaramuza. Pues podían haberlo matado antes de traer a ese maldito pequeño, al menos esto que veo nunca hubiera sucedido, remachó el general, rojo de ira.

El oficial buscó con la mirada el apoyo de sus compañeros. Por fin, otro oficial más joven se atrevió a hablar. Señor, Murray estaba en mi pelotón. Horas después murió por fuego amigo. Le matamos nosotros mismos, señor.

El general se quedó pensando un momento antes de proseguir. Las bajas producidas por fuego amigo tenían mala prensa, eso ya lo sabía, como también sabía que bajaban la moral de la tropa, pero de eso a que todo un destacamento con una brillante hoja de servicios se rebelara había un abismo que no estaba dispuesto a tolerar. Bien, en ese caso espero que al menos el niño esté a salvo, dijo en tono de sarcasmo.

No, señor. También murió a causa de las heridas y eso ya fue demasiado para la tropa. Nos replegamos en silencio y desde ese momento depusieron sus armas. Como puede ver, ni todas las amenazas del mundo han servido para hacerles cambiar de opinión. No se puede fusilar a un ejército entero, señor. Pero como responsable de la compañía de Murray asumo toda la responsabilidad y si quiere, puede mandar fusilarme ahora mismo. Y a mí, se oyó desde el fondo de la sala. Y a mí, y a mí…

El general se quedó desconcertado y sin habla. Nunca antes había visto nada igual, no le habían entrenado para eso, pero como no podía consentir aquella rebeldía mandó a su guardia personal que detuviera a todos los oficiales y así se hizo. La noticia corrió como la pólvora por el campamento pero en nada inmutó a los soldados que, por el contrario, reforzaron su actitud. El polvorín quedó sin vigilancia, las puertas del campamento eran fácilmente vulnerables y si el enemigo hubiera querido, habrían sido barridos en un probable ataque porque nadie estaba dispuesto a empuñar un arma. Todo eso sucedía en un momento en que las fuerzas enemigas habían cobrado ventaja, y en realidad, lo prudente hubiera sido replegarse.

A la mañana siguiente, muy temprano, divisaron una columna de polvo que iba avanzando hacia ellos. No hacía falta preguntar de quién se trataba. El general fue despertado y puesto en aviso, así que dispuso que un vehículo le acompañara para parlamentar con las fuerzas enemigas que se iban acercando. Tuvo que emplear el mismo en el que había llegado porque nadie movió un dedo para llevarle.

Cuál no sería su sorpresa cuando observó que los atacantes orillaban el campamento y pasaban de largo sin disparar un solo tiro. Aquello desafiaba toda lógica, incluso la no militar y se vio a sí mismo gritando para que alguien se parara a parlamentar con él. Un jeep se separó de la columna y se detuvo a pocos metros de donde él se encontraba. Bajó un joven oficial al que en otras condiciones hubiera despreciado por su bajo rango y se sorprendió aún más cuando éste le tendió la mano de forma amistosa.

Tienen todo nuestro reconocimiento. No les vamos a atacar sino que pueden considerarse nuestros huéspedes, dijo en un tono de invitación entre amigos. No crea que no sabemos lo sucedido y quiero decirle que les admiramos por la decisión tomada. Sólo quisiéramos pedirles que nos devolvieran el cuerpo del niño para poder enterrarlo en su aldea, sólo eso.

El general, que no tenía previsto rendirse sino combatir con lo que tuviera a mano hasta la muerte se quedó paralizado por la actitud del enemigo que seguía avanzando por los flancos del campamento sólo para dejarlo atrás. Pero aún se quedó más impresionado cuando vio que un grupo de soldados de su ejército se acercaba llevando con ellos el cuerpo del niño cubierto por un lienzo blanco y se lo entregaban al oficial con todos los honores.

¿Quiere usted también que le entreguemos a Murray? Vociferó el general en tono de chanza.

¿Sería usted tan amable? repuso el oficial. Para mí sería un honor enterrarlo junto a mi hijo porque aún a riesgo de su propia vida se expuso para salvarle.

A eso el general no supo qué responder puesto que contravenía todas las normas y el cuerpo de Murray debía viajar hacia su patria como estaba establecido, pero en vista de que no tenía autoridad sobre su propia tropa se apartó a un lado para que otros decidieran. Después de un tenso silencio nadie hizo nada. Lo comprendo, su familia querrá tenerlo con ellos como quería yo tener a mi hijo, contestó el oficial. Y después montó en su vehículo y siguió su camino.

De vuelta al campamento, el general mandó formar a su tropa. A eso no podían negarse y así se hizo. Estuvo un rato meditando cuáles serían sus palabras y al final adoptó un tono neutro para decir que, por lo que a él se refería, aquello no había sucedido nunca y que se marchaba por donde había venido. Si estaban dispuestos a dejarse matar, él no podía evitarlo.

Dos días más tarde, el general recibió la noticia de que su propio hijo había caído en combate en otra guerra lejana. Había muerto por intentar proteger a una familia de civiles y de inmediato se acordó del sargento Murray para el que se dispuso a escribir una recomendación de medalla al mérito militar. Nunca cursó esa petición. Al mes, pidió la baja en el ejército.

25 de octubre de 2010

Si no estás aquí ¿dónde estás?


Aquella tarde Berta y Pablo anduvieron durante mucho rato sin destino fijo. Qué importaba hacia dónde se dirigían si disfrutaban mutuamente de su compañía. Cuando se dieron cuenta, el pueblo había quedado muy atrás y al llegar la noche decidieron quedarse al abrigo del bosque. No pasarían frío. Era pleno verano. Escogieron un claro y se quedaron a descansar. Al anochecer encendieron una pequeña fogata y compartieron las raciones que habían cogido para la merienda. Unas cuantas galletas, un poco de chocolate y zumo de naranja envasado además de una bolsa llena de avellanas que habían ido cogiendo por el camino mientras cruzaban los campos. Así, uno junto al otro, parecía que no necesitaban nada más. Berta se quedó dormida al rato acurrucada junto a él mientras que Pablo, insomne y complacido por la paz de aquella noche de verano, se dedicó a pensar en su felicidad y a escuchar el silencio del bosque hasta que ya muy tarde se quedó dormido.

Cuando se despertó vio que Berta no estaba. No se impacientó porque se sentía a gusto con la brisa de la mañana rozando sus mejillas. Pronto haría calor, pero ahora se estaba de maravilla. Oyó la voz de Berta que le llamaba pero no sabía de dónde provenía. Contestó con un silbido que a ella le resultaría familiar y ésta respondió con otra llamada. Cuando dio con ella, vio que se estaba bañando en el río y le invitó a que se uniera. Desnudos, se sentían los dueños del mundo.

Más tarde, cuando el sol ya les había secado la piel se tumbaron junto a la orilla y Pablo empezó a tararear algunas cancioncillas inacabadas. Era compositor y se entretenía improvisando melodías a las que ponía letra sobre la marcha. Berta admiraba su talento, tanto que se habría enamorado de él sólo por esa razón. Pablo lo sabía, pero su amor había nacido de otras fuentes. Berta era un misterio sin resolver. Todavía se acordaba del día que llegó al pueblo cargada con su mochila. De eso hacía cuatro meses y medio, pero a él le parecía que la conocía desde siempre.

Luego, Berta quedó sumida en un profundo silencio del que no quería ser rescatada. Se levantó y anduvo por la orilla tomando guijarros y lanzándolos al agua. No era la primera vez que se comportaba de esa manera. A menudo se refugiaba en esos silencios y no había fuerza en el mundo capaz de hacerla regresar. Pablo sabía que, en esos casos, lo mejor y casi lo único que podía hacer era dejarla sola. Mejor no molestarla, por mucho que le escociera ese distanciamiento sin motivo aparente. Se sintió de más y allí la dejó regresando al pueblo de mal humor.

Durante el camino se detuvo de vez en cuando para comprobar si venía tras él, pero al rato llegó a la conclusión de que no sería así. No obstante, y para ir dejando algún tipo de huella que ella pudiera seguir, fue canturreando durante un buen trecho. Al llegar a su casa se dispuso a meter la llave en la cerradura pero se sorprendió cuando Berta abrió la puerta. Estaba llorosa y enfadada con él. ¿Dónde estabas? No sé nada de ti desde ayer a mediodía, le dijo. Me tenías muy preocupada.

Pablo se quedó helado. No entendía nada. Al principio se lo tomó como una broma de mal gusto pero al ver el estado de excitación de Berta se preocupó de verdad. Aquello no podía ser real. Todavía enfadado decidió que lo mejor era no contestarle y la dejó sollozando mientras él se encerraba en su habitación. No entendía lo que estaba pasando. Pasaron las horas, no sabía cuántas y al atardecer salió de su cuarto pero no había ni rastro de ella. Miró por todas partes, la llamó, primero en susurros y luego a gritos pero no recibió respuesta. Alertados por el escándalo de voces, algunos vecinos se acercaron a la casa de Pablo encontrándole preso de una gran excitación. Cuando supieron el motivo de su desconsuelo lo comprendieron. Pablo todavía no había podido hacerse a la idea de la pérdida de Berta, su mujer. Y de eso hacía más de un año.

Si no estás aquí ¿dónde estás? le oyeron gritar por última vez.

23 de septiembre de 2010

Somalina frente al espejo


Somalina abandonó el portal de su casa una lluviosa mañana del mes octubre y sin paraguas. Anduvo dos manzanas cobijándose bajo las cornisas de las casas de su misma calle hasta que llegó a la entrada del metro y bajó por las empinadas escaleras esquivando a viajeros con paraguas que se movían en desorden. Más que andar, iba dando gráciles saltitos que le permitían esquivar los obstáculos para no mojarse.

Una vez en el andén comprobó que sus gafas se habían empañado por el contraste entre la humedad y el calor humano de la multitud congregada a la espera del tren. Sacó un pañuelo de papel de su bolso y se dispuso a limpiarlas hasta que reparó que su imagen se reflejaba en el cristal inesperadamente limpio de una máquina de golosinas por la que hasta ese día había mostrado indiferencia. Somalina detestaba mirarse en espejos. Los de su casa los había arrinconado hacía tiempo, pero ahora estaba completamente fascinada. Llegó el tren y fue incapaz de tomarlo puesto que no podía separarse de sí misma. Al tercer tren que llegó y partió sin ella, salió apresuradamente a la calle, y esta vez sin importarle mojarse, siguió corriendo hasta que llegó al zaguán de la puerta de su casa.

Se quedó unos instantes detenida tras la puerta respirando agitadamente por el esfuerzo. Era grácil pero no estaba acostumbrada a la carrera. La portera la había visto pasar como un rayo frente a su garita y pensó que se habría olvidado algo importante. Pasados unos minutos Somalina llamó por teléfono a su empresa para decir que ese día no iría al trabajo pero tampoco dio explicaciones ni fue consciente de que no lo había hecho. Simplemente, no iría.

Se puso a llorar aun sin saber la causa, pero eso no impidió que se dirigiera al cuarto en el que tenía arrumbados todos los enseres que despreciaba de aquel piso de alquiler amueblado en el que vivía desde hacía un par de años, entre ellos un espejo de cuerpo entero que arrastró con dificultad hasta su habitación. Una vez allí lo limpió torpemente con la mano y luego con la bufanda de colores que aún llevaba sobre su abrigo. Lo hizo de forma que primero apareciera su rostro, luego su cuerpo y finalmente sus largas piernas hasta que por fin pudo contemplarse de cuerpo entero.

Lo que vio la inquietó. Más que curvas veía ángulos, más que piel tersa colgajos de piel, más que aspecto saludable veía que el color de su cara parecía el de una enferma. No se recordaba así en modo alguno, aquella no podía ser ella, pero permaneció un largo tiempo observándose, como antes frente a la máquina de golosinas sin poder apartar la mirada de sí misma. Somalina se sentó en el borde de la cama. Ya no lloraba. Era sólo que no se gustaba.

Repasó mentalmente algunas cosas de su vida. Gustaba a los hombres, eso se notaba. Todavía era joven y hasta esa mañana pensaba que atractiva, pero ahora no encontraba rasgo alguno de hermosura. Se desnudó y giró sobre sí misma tratando de no perderse de vista en el espejo. Definitivamente, no había nada que le recordara la que ella era. Se atusó el cabello de varias formas, se probó todas las prendas que pensaba que eran favorecedoras, se maquilló primero con tonos suaves, luego de forma más atrevida. Probó a quitarse las gafas, a ponerse zapatos, a probarse complementos, alhajas y abalorios. Nada. No había forma de mejorar su aspecto.

A la caída de la tarde su abatimiento era absoluto. Pensó en llamar a su madre, a alguna amiga, a su último amante, pero fue incapaz de marcar ninguno de esos números. Se sentía hambrienta pero sólo pensar en tener que prepararse algo en la cocina la desanimaba. Se puso a mirar por la ventana y tres pisos más abajo, la vida en la calle continuaba sin que nadie la echase de menos. Veía parejas paseando, niños corriendo y jugando, coches que pasaban o paraban, gente que entraba y salía de los comercios. Vio a su portera que arrastraba el cubo de la basura y que luego se alejaba caminando hacia la parada del autobús. Todo eso sucedía dejándola al margen por completo.

Volvió a mirarse en el espejo por última vez, pero no fue la última porque al rato volvía a estar allí plantada, escrutándose y descubriendo la misma Somalina que llevaba viendo todo el día, así que por fin se tendió en la cama acurrucándose cuanto pudo y deseó que todo terminara. Su vida no tenía sentido y ella era la última que se había dado cuenta, razón por la que se maldecía. En un momento dado, se quedó dormida pero su sueño era denso y pesado. Soñó en sí misma frente a un espejo en el que se veía de forma distinta para cambiar de aspecto al cabo de un instante. Era desconcertante.

A la mañana siguiente, a la misma hora de siempre, Somalina salió a la calle, anduvo el mismo camino de todos los días, bajó los peldaños hasta el andén del metro y se detuvo dando la espalda a la máquina de golosinas donde todo se había iniciado. Cuando oyó que el tren se acercaba se giró un momento para volver a buscar su imagen en el cristal de la máquina de golosinas y sonrió de forma imperceptible para todos menos para ella. Se abrieron las puertas del vagón y entró en él.

En su piso, el espejo permanecía en el mismo lugar que lo había dejado. Ahora estaba limpio a conciencia, pero no era el mismo. Somalina había escrito en él con pintalabios y en trazo grueso: Buenos días, linda. ¡Eres poderosa!

27 de agosto de 2010

El preso de Polé. El desenlace


Era imposible que P. fuera visto en todos los lugares que se indicaron porque permanecía en la isla. En sus frecuentes visitas a la punta norte, lugar al que acudía para pintar pero sobre todo para estar a solas consigo mismo, hacía tiempo que había descubierto que algunos pájaros marinos se dirigían hacia él como si estuvieran dispuestos a chocar contra el muro de roca, y de hecho, eso parecía que hicieran. Aunque no era así sino que simplemente se borraban del arco visual reapareciendo al cabo de un rato volando en sentido contrario, esto es, adentrándose de nuevo a mar abierto y a una velocidad considerable, lo que alimentó la curiosidad de P.

Uno de esos días y pocas semanas antes de la fecha de su misteriosa desaparición, decidió averiguar qué era lo que hacía que aquellas aves se comportaran de esa forma tan enigmática y para ello tuvo que armarse de valor para descolgarse por la pared lisa de caliza blanca en la que apenas crecían unos pocos y ásperos matorrales a los que poder asirse durante el descenso. De hecho, las esperanzas de poder regresar escalando por ellos eran casi nulas, así que pensó que si tenía que morir en el empeño de subir o bajar por el acantilado, eso no sería peor que pudrirse en aquel lugar dejado de la mano de Dios.

Tras descender unos pocos metros resbaló peligrosamente pero logró sujetarse a tiempo a una de aquellas matas resecas mientras se repetía que estaba cometiendo una locura. A punto estuvo de quedarse allí muy quieto a la espera de que los guardas, extrañados por su ausencia, acudieran en su busca gritando si era preciso para que advirtieran dónde se encontraba, eso si no acababa despeñándose al vacío. Pero por alguna razón que nunca sabremos decidió proseguir el descenso. En un momento dado, advirtió que su pie era sujetado por una fuerte mano y entonces una pavorosa sacudida de terror le paralizó por completo porque sencillamente, allí no podía haber nadie más, aunque en eso se equivocaba.

Tras esa mano había un hombre robusto, negro como un tizón, que miraba hacia arriba escrutándole con los ojos pensando si sería alguien de la guarnición y en ese caso tirar de él hasta precipitarle por el acantilado, pero al instante se percató de que P. era un preso como él. Ayudándole como pudo y de un solo impulso le atrajo hacia sí y durante una fracción quedaron mirándose el uno al otro como una pareja de enamorados en un baile y fundiéndose luego en un emocionado abrazo.

Lo que descubrió al instante siguiente fue una pequeña oquedad apenas visible desde el mar que se iba ensanchando hacia adentro hasta convertirse en una bóveda oscura y fresca. Ese era el secreto que encerraba el vuelo de pájaros, un lugar protegido en el que poder descansar antes de reemprender sus vuelos. El hombre le interrogó de camino a las profundidades de la cueva y así descubrió quién era P., de la misma forma que P. supo que aquel hombre era otro de los presos que, una vez desaparecido, los guardas habrían reportado como muerto por el mal de la isla.

Aquella misma tarde, trazaron un plan y el hombre negro como un tizón le guió por una estrecha chimenea natural que daba al exterior y a pocos metros de distancia del borde del acantilado. Desde allí, a la caída del sol, P. regresó a la hora de la cena con su caballete sobre el hombro y su taburete rudimentario. En el siguiente envío a través de la barcaza recibió un nuevo lienzo en blanco y mandó a tierra otro especialmente emborronado que a punto estuvo de no superar la “entendida” crítica de arte del responsable de la guarnición al considerarlo, como le dijo a P., una auténtica basura de manchas oscuras como cagadas de cabra en un balde de leche. Sin embargo, en ese bodrio artístico estaba contenida la estratagema de huida que debería ser descifrada en tierra.

En la fecha prevista, P. pidió permiso para ir a pintar a la punta norte que, como ya sabemos, le fue concedido. Se ofreció a que le acompañaran y como también sabemos, la desidia hizo que ninguno de sus guardianes estuviera dispuesto a ello, de forma que P. se alejó tranquilamente hacia el acantilado al que llegó a tiempo para montar su caballete, colocar sobre él el lienzo en blanco y pintar su carta de despedida: No me esperéis para la cena. Volveré tarde. P., hecho lo cual dejó pasar las horas esperando ver asomar la cabeza del negro tizón por la convenientemente camuflada entrada de la chimenea.

Los dos meses siguientes los pasaron allí dentro, primero conociéndose y luego trabando una fuerte amistad que les unió durante el resto de sus vidas. El negro tizón le contó cómo había dado con la entrada a la cueva y decidido esconderse en ella a la espera de acontecimientos que, en este caso, había superado ya los tres años. Le recriminó que casi se hubiera despeñado por el acantilado, se felicitó de haber podido socorrerle a tiempo y le hizo mil preguntas de todo tipo a las cuales P. fue respondiendo con calma y a todas horas. Mataban el tiempo dedicándose a lo que hacen todos los que tienen que sobrevivir escondidos, esto es, a hacer lo menos posible para no despertar sospechas. Un poco antes del amanecer el par de sombras salía a cazar lagartos, recoger bayas y frutos silvestres, y en general, hacían acopio de todo lo que pudiera ser remotamente comestible para regresar a su refugio antes de que el sol despuntara. Algunos días también pescaban al anochecer y para ello se valían de un artilugio que el negro tizón había inventado. Por el agua no tenían que preocuparse porque dentro de aquellas cuevas había suficientes acuíferos de lluvia que empleaban bien para beber o para asearse.

Con todo, lo que más agradeció el negro zumbón fue que P. hubiera tenido la precaución de traerse con él unas cuantas cajas de fósforos porque a él hacía mucho tiempo que se le habían agotado y se veía obligado a comerse crudos o secos los peces y lagartos, aunque con el paso del tiempo ya se había acostumbrado o eso pensaba, pues la primera vez que volvió a probar el sabor a las brasas se puso a llorar de felicidad.

El plan era tan descabellado como sencillo y básicamente consistía en que dejarían pasar dos meses hasta que el revuelo de la misteriosa desaparición de P. se hubiera calmado y luego, una noche sin luna, llegaría alguien al rescate en un bote. El negro tizón nunca llegó a entender cómo P. había podido dar todas esas instrucciones y coordenadas a través de sus pinturas pero como no estaba en disposición de ser tan quisquilloso con quien iba a sacarle de aquella maldita isla lo dio por bueno, pero conforme se iba acercando la fecha prevista y el cuarto menguante iba venciendo, en cuanto se hacía de noche se encaramaba al balcón del acantilado, allí por donde entraban y salían las aves y se pasaba las horas muertas escrutando el mar esperando ver aparecer cualquier cosa que flotara en dirección a ellos.

P. trataba de permanecer todo lo tranquilo y relajado que podía, a pesar de que tenía sus dudas pues sabía que no bastaba con que sus instrucciones fueran comprendidas sino que también hacía falta que otros las hicieran viables. De la misma forma que desconocía si sus novelas habían sido descifradas, aunque siempre mantuvo la esperanza que así fuera, ahora confiaba en que sus amigos les sacarían de allí. Y así fue. La segunda noche de luna nueva, mientras caía un fuerte aguacero y el mar estaba revuelto vieron un punto de luz que se encendía y apagaba muy cerca del acantilado y sin pensárselo dos veces, P. y el negro tizón se agarraron de la mano y sin decir palabra saltaron al vacío en caída libre rumbo a la libertad.

Y hasta aquí la historia del preso de Polé. Ahora bien, esta historia también está llena de metáforas que seguro que a alguien tan sagaz como tú no se le habrán escapado y que quizá quieras compartir… o no.

27 de julio de 2010

El preso de Polé


En las playas de la isla de Polé un escritor que fue condenado en 1956 por sus ideas escribía palabras a través de su paleta de colores. Sus relatos los camuflaba en lienzos de 90 x 90 centímetros que le llegaban semanalmente a través de su familia en la barcaza de aprovisionamiento. En esos envíos incluían además pequeños paquetes con correspondencia, ropa y algo de comida que eran estrictamente revisadas a su llegada antes de serle entregadas.

Aunque no estaba encarcelado en sentido literal porque tenía libertad de movimientos (si por tal puede entenderse una isla de un kilómetro de largo por medio de ancho en la que no hacía falta otro tipo de celda más convencional) P. sentía cómo sus músculos se oxidaban más por el paso del tiempo que por las pocas oportunidades de ejercitarlos a su conveniencia, cosa que podía hacer siempre que quisiera. Más bien, de lo que se quejaba era de no poder hacerlo en libertad recorriendo las avenidas a su antojo, deteniéndose ante un escaparate o entrando en una librería, por no mencionar el alejamiento de los suyos y de sus amigos.

En esas condiciones, escribía capítulos de novelas con imágenes indescifrables. Cuando le llevaron allá, sabía que pasaría los siguientes seis años de su vida sin poder mantener contacto humano más allá de sus cuatro celadores tan condenados o más que él y que el gobierno había puesto a su disposición exclusiva para lo que fuera menester, lo que en la práctica se resumía en vigilarle durante ese tiempo y a otros que vinieran más tarde.

Dado que era el único huésped de aquel presidio en forma de islote, al menos tenía la potestad de compartir la misma comida que cocinaban sus guardianes y era difícil imaginar lujo mayor, dadas las circunstancias. Eso y las charlas con ellos al anochecer alrededor de una fogata escuálida era un regalo que se hacían mutuamente antes de acostarse en un jergón justo al lado de sus carceleros, entonces sí, encerrado en una celda del pequeño fuerte que era la única construcción de la isla.

Las primeras novelas que se publicaron desde su cautiverio no despertaron sospechas. P. no tuvo dificultad en sacarlas cifradas de la isla utilizando el mismo conducto por el que llegaban los lienzos en blanco. Los costes eran sufragados por los destinatarios que, a pesar de lo disparatado de las tasas que les imponían, nunca se quejaron del precio. Lo que nadie sabía era que esos lienzos no eran en modo alguno pinturas abstractas al óleo sino códigos que se descifraban durante semanas enteras bajo la atenta mirada de expertos.

Cuando llegaron noticias de más publicaciones nadie las relacionó con los lienzos que pintaba en la remota isla pero causó extrañeza. ¿Cómo iba a escribir nuevas novelas si el gobierno le tenía a tan buen recaudo y tan alejado del lápiz y el papel? El misterio nunca fue aclarado porque a nadie se le ocurrió preguntarse por los cuadros emborronados que llegaban de la isla y a pesar de que nadie conocía esa supuesta afición pictórica, el reglamento no prohibía que los reos ocuparan su ocio, que era tanto como hablar del día entero, en esa actividad o cualquier otra que no supusiera riesgo de fuga. De hecho, lo único que P. tenía taxativamente prohibido era la escritura y aún así esa limitación hubiera carecido de sentido. En Polé el único papel disponible era el higiénico.

Algunas mañanas pedía permiso para acercarse a la punta norte a pasar un rato. Los guardas no ponían problemas porque en esa parte se encontraba el acantilado más abrupto de la pequeña isla. Nadie en su sano juicio estaría dispuesto a tramar una fuga desde allí ni desde ningún otro punto porque, aparte de tiburones y una fuerte corriente traicionera, literalmente no había nada a lo que aferrarse en cincuenta millas a la redonda más que océano. Ese día tampoco le pusieron pegas. De hecho P. sugirió que alguno de los guardianes con los que ya a esas alturas había trabado algo parecido a la amistad le acompañara para hacerle compañía, pero a ninguno de ellos le apeteció pudiendo quedarse holgazaneando en sus hamacas y a la sombra de una palmera esperando plácidamente a que llegara la hora de la comida.

P. se despidió de ellos cargando con su lienzo, su caja de pinturas y un pequeño taburete plegable que se había construido en horas muertas y les preguntó si les parecía bien que regresara al atardecer. Sin problemas, le contestaron con la mano, así que se fue caminando sin prisa por el sendero que cruzaba un matorral y que luego se empinaba por una colina que terminaba abruptamente en el feroz acantilado. Si hubieran querido, no le hubieran perdido de vista más que unos instantes pero ninguno estuvo dispuesto a hacer ese esfuerzo.

A la caída de la tarde, P. no había regresado todavía, así que se organizó una batida para ver qué le había pasado. Nadie pensó en otra cosa que en un accidente o que se hubiera quedado dormido, pero al llegar al punto donde se suponía que estaba, lo único que encontraron fue su lienzo en el que había dejado escrito en óleo el siguiente mensaje:

“No me esperéis para la cena. Volveré tarde. P.”.

Los guardas se pusieron a escrutar el mar con la ayuda de potentes prismáticos, pero no vieron ni rastro de él y poco antes del anochecer le dieron por muerto. De hecho, aquella no era una mala solución después de todo, porque les aliviaba de la carga de tener que vigilarle durante todo el día durante el tiempo que todavía le quedaba de cautiverio. Si había decidido despeñarse, excepto que le hubieran tenido encarcelado todo el día, no lo habrían podido evitar.

Cuando a la mañana siguiente llegó la barcaza de aprovisionamiento, el responsable de la guarnición se embarcó en ella para acercarse a tierra, presentarse a su comandante y referirle lo sucedido. Ya lo había tenido que hacer otras veces y sabía que el oficial se limitaría a anotarlo en un libro oficial reseñando “el mal de la isla” como causa de la muerte. Y así sucedió, sólo que en este caso añadió otras anotaciones recriminando la negligencia de la guarnición y procediendo al arresto de sus subordinados. Sólo entonces aquel hombre que no comprendía por qué le castigaban se percató de que, en esa ocasión, en la barcaza no había llegado nada para P. y empezó a sospechar que allí había gato encerrado.

Conforme pasaban los días no apareció evidencia alguna de P. Ni vivo ni muerto, ni en Polé ni en su casa, ni en ninguna otra parte. Su familia había recibido la noticia de parte de las autoridades con aparente conformidad, pero ya se sabía que esa gente prefiere tener mártires que héroes y les dejaron en paz. Pero al cabo de unas semanas, se multiplicaron las voces que aseguraban haberle visto aquí y allá, lo cual parecía del todo imposible. Y de hecho, lo era.

¿Qué había sucedido en realidad con P?

¿Cuál es tu hipótesis?

Escribe tu final preferido a este cuento como comentario y la verdad será revelada a la vuelta de vacaciones. ¡Nos vemos!

22 de junio de 2010

La Belle


La mañana del 1 de octubre de 1963 llegó al teatro para ensayar como tantas otras veces. Fuera, llovía intensamente. Dentro, una vez atravesadas las puertas batientes por las que accedía el personal, unos cubos recogían mal que bien las gotas de agua que se filtraban desde el tejado del vetusto teatro en el que nunca alcanzaba el presupuesto para reparar las goteras ni para muchas otras obras que eran igualmente imprescindibles. Y por experiencia sabía que más valía no cerrar el paraguas porque a cada pocos pasos más gotas traicioneras caerían sobre su cabeza y sus gafas. Eran gotas tan gordas que a Fritz le recordaban las bombas que cayeron sobre Dresde. No es que él viviera allí y las sufriera, pero no podía apartar esa imagen cada vez que una nova gota traidora caía sobre su cabeza imaginando que, de haberlo sido una de esas mortíferas bombas, le habría abierto en canal como a una sandía.

Se dirigió malhumorado al encuentro de su jefa, la señora Yubakova, una rusa a la que le gustaba imaginar que estaba emparentada con la familia imperial y que, a todos los efectos, actuaba como tal en lo que refería a sus subordinados, que eran menos de los que ella creía, aunque nunca se diera por aludida.

La señora Yubakova siempre estaba de mal humor, ese era su estado natural, y para ella todo era motivo de censura, igual daba que una tramoya no estuviera bien tensada que a uno de los candelabros se le hubiera fundido una bombilla amarilla. Fritz era foquista, un oficio para el que era precisaba mucha maña, al margen de tener que soportar el calor que desprendía aquel artefacto del demonio en las dobles sesiones diarias, además de los ensayos, como aquella mañana. Su trabajo consistía en apuntar su haz de luz blanca sobre quien hiciera falta, a veces, las menos, sobre la diva, y las más sobre patéticos actores y actrices de vodevil y varietés que desfilaban por aquel monumento a la decadencia en el que se había convertido el teatro en el que trabajaba desde hacía ya tantos años.

La Yabukova impartía sus órdenes desde el proscenio y esperaba una sumisión absoluta de su plebe. Fritz la conocía lo suficiente como para saber que lo mejor que podía hacer con ella era no prestarle demasiada atención y adularla de vez en cuando. Fritz había sido su amante ocasional, aunque cada vez estaba más seguro de que, en realidad, sus encuentros no podían considerarse más que una prolongación de sus ya de por sí limitadas responsabilidades profesionales y una forma de garantizarse la plaza, pero de todas formas ya había pasado mucho tiempo de aquello. Una vez en su presencia, la rusa no consideró extravagante que aquel hombre mantuviera el paraguas abierto y sólo le recriminó que, en su opinión, fuera demasiado grande y de colores apagados. Fritz tuvo la suficiente lucidez para percatarse de que la jefa había pensado que aquel era el paraguas que utilizaría la funambulista del nuevo espectáculo y se limitó a cerrarlo y a esperar nuevas indicaciones.

Se había dispuesto un cable de acero que, desde el tercer anfiteatro hasta la boca del escenario, partía la sala en dos mitades idénticas y por el que diversos artistas evolucionarían en un ejercicio sumamente arriesgado, cuya apoteosis consistiría en la actuación de una joven equilibrista que descendería por él con los ojos tapados y guiada únicamente por el haz de luz del foco que Fritz debía manejar con precisión dado que la actuación se realizaría sin otra iluminación que esa.

En cuanto supo las intenciones de Yabukova, Fritz se negó en redondo a asumir tamaño riesgo, pero bastó con que sintiera la lacerante mirada de aquellos ojos azules como el hielo que competían con el carmín rubicundo de las mejillas de su jefa para doblegarse una vez más y la única salida de tono que fue capaz de escenificar fue cerrar su paraguas de golpe y con estruendo lanzándolo con furia hacia un punto indeterminado del patio de butacas de platea donde fue a estrellarse su mástil partiéndose en dos, lo que no pareció causar la menor impresión en nadie de los presentes y menos en la rusa, acostumbrada a las histéricas rabietas tanto de artistas como de tramoyistas, categoría en la que incluía a todo aquel que estuviera bajo sus órdenes.

Fritz exigió como única condición hablar con la funambulista acerca de algunos detalles y en evitación de errores que pudieran acabar en desgracia, petición a la que accedió el director de la compañía de variedades aunque no lo considerara del todo necesario. Al fin y al cabo, de lo único que se trataba era de acompañarla en sus equilibrios recreando un ambiente dramático que sería remarcado por el redoble de tambores y platillos, nada más.

El encuentro se demoró por horas. Entre tanto, él había estado calculando la posición correcta en que debía situarse el proyector para seguir todas las evoluciones de la equilibrista, cosa que no era nada fácil porque para ello sería necesario instalar una plataforma en el foso de la ya de por sí apretada orquesta, además de realizar otros ajustes en los que anduvo enfrascado durante un buen rato. Cuando ya desesperaba se le acercó una niña de no más de quince años que se presentó como La Belle que era su nombre artístico. A Fritz le pareció del todo inapropiado porque aquella niña poco tenía de bella y menos de agraciada. Incluso bajo su albornoz de seda podía adivinarse que no era más que un saco de huesos y le pareció que al menor soplo de viento perdería el equilibrio y caería al vacío. Pero pasó por alto sus impresiones e interrogó durante unos minutos a La Belle para cerciorarse de lo que esperaba de él.

La niña se encogió de hombros porque tampoco entendía cuál era la dificultad del trabajo de Fritz aunque finalmente acordaron que ella haría una demostración de su actuación para que el foquista viera sus evoluciones sobre el cable. A un tercio de camino aparentaré una pérdida de equilibrio y dejaré caer la sombrilla, le anunció. Eso hace que el público se estremezca, aseguró la niña con un toque de maldad y de experiencia en sus palabras. Y eso hicieron. La Belle se perdió por una de las puertas laterales de platea y apareció en el gallinero del teatro en un abrir y cerrar de ojos. Ayudada por otro miembro de la troupe fue alzada sobre el cable, abrió una sombrilla liviana del color de la purpurina e hizo una señal para indicar que empezaba su demostración.

Al llegar al punto convenido fingió tropezar y que perdía el equilibrio, al tiempo que su sombrilla caía haciendo graciosos tirabuzones en el aire. Pero si es de papel, se dijo Fritz. Menudo contrapeso. Repitieron el ejercicio un par de veces pero ya con el proyector enfocándola y sí, no parecía excesivamente complicado, al menos no tanto como él había imaginado, así que ya más tranquilo se fue a tomar su almuerzo.

La noche del estreno, el sábado 5 de octubre, la afluencia del público fue mayor que otras noches de debut. La Belle estaba radiante con su vestido azul y blanco almidonado y unas gráciles alas de algodón que llevaba adosadas a la espalda y que recubrían una estructura de alambre. Tras las bambalinas se acercó a Fritz y tirándole del faldón de su chaqueta le dijo no tengas miedo. Volveré luego, pero enseguida recibieron las recriminaciones de Yabukova que exigía la máxima concentración y las mínimas palabras de aliento. No obstante, La Belle todavía tuvo tiempo de hacerle entrega de una larga cinta de terciopelo azul que le pidió que le guardara y que Fritz metió descuidadamente en uno de los bolsillos de sus pantalones de sarga.

Cuando todo estuvo dispuesto y arrancó el espectáculo, los nervios habían quedado atrás. Las actuaciones se iban sucediendo según lo previsto, nada especial, se decía Fritz habituado a verlas de todos los colores, pero en cuanto se anunció el número de los funambulistas todo cambió. Estaba tan expectante con la próxima aparición de La Belle en escena que el pulso pareció detenérsele. Primero descendieron por el tenso cable unos cuantos artistas acrobáticos que despertaron la admiración del público al verles suspendidos sobre sus cabezas sin protección aparente aunque muchos creyeran que la llevaban y luego, por fin, se anunció la traca final: la niña La Belle iba a iniciar su espectáculo con el riesgo añadido de llevar los ojos vendados. ¡Máxima expectación cuando las luces se apagaron y el foco de Fritz apuntó certero al tercer anfiteatro en el que ella apareció sonriente mientras su ayudante le vendaba los ojos con un pañuelo de terciopelo rojo y la ayudaba a ponerse en posición!

El redoble de tambores resonó en la sala remarcando la dificultad del ejercicio aunque ello no pareció hacer mella en la artista que seguía sonriendo desde su mundo de sombras. Los primeros metros de avance no plantearon dificultad, todo iba bien y el extremo del cable parecía estar fuertemente sujeto al extremo que quedaba cerca de Fritz que no parecía tener mayores dificultades en seguir su trayectoria con el proyector. La farsa del tropiezo y caída de la sombrilla también salieron a pedir de boca y un alarido recorrió el patio de butacas temiendo lo peor. Lo malo fue que, unos instantes más tarde, Yabukova tropezó con el cable que daba luz al foco de Fritz y este se apagó dejando el teatro completamente a oscuras durante unos angustiosos segundos.

La edición dominical del periódico local resaltaba en primera plana que un empleado del teatro había sido detenido por estrangular a la directora de producción sin aparente motivo.

21 de mayo de 2010

La fábula de Aspa


Cuenta la leyenda que en un lejano país hace muchos años nació un enano con cuatro piernas. Tal asombró causó entre los lugareños este prodigio que, lejos de aislarle y tratarle como a un leproso, vieron en él una señal de cielo y le colmaron de todos los honores imaginables. Sus padres, que habían pensado seriamente en estrangular al recién nacido para que no supusiera una carga inútil y una boca más que alimentar, se vieron inesperadamente recompensados con todo tipo de agasajos de los lugareños hasta el punto que incluso costearon para ellos una vivienda dentro de las murallas de la ciudad que, si bien no era lujosa, al menos era sobradamente digna si la comparamos con el chamizo donde vivían a orillas del río.
En su nueva morada, la madre del niño raro le sacaba todas las tardes al balcón para mostrarlo a sus vecinos y que se extasiaran viendo como gateaba con soltura o trepaba a la silla de su madre con pasmosa facilidad incluso antes de dar sus primeros pasos. Cuatro piernas son de mucha ayuda para semejantes proezas, se decían unos a otros y empezaron a llamarle Aspa.
Así transcurrió su infancia, a la vista de todos. Conforme fue creciendo estaba tan acostumbrado a ser el foco de atención que no se le hacía raro ver congregada a la muchedumbre bajo su balcón todas las tardes hasta la caída del sol o incluso más tarde. Si por casualidad el frío o la lluvia impedían esa cita diaria, el niño se impacientaba y refunfuñaba a su madre que también lo lamentaba, porque junto a las visitas recibía constantes regalos de comida, telas y otros enseres de forma que, a pesar de no tener dinero, no les faltaba de nada e incluso les sobraba.
Al llegar a la edad en que los niños dan el tirón él se quedó corto porque para eso era enano. Al principio no fue un problema porque nadie le hacía de menos, pero pronto se dio cuenta de que él era distinto, y no por tener cuatro piernas cuando los demás tenían sólo dos, sino porque debía acostumbrarse a mirar hacia arriba, ahora ya no sólo a los adultos sino también a los niños que hasta hacía poco eran de la misma o parecida altura. Antes de eso no se había sentido distinto a nadie a pesar de que lo era y mucho.
Conforme Aspa crecía –es una forma de hablar- su carácter iba tornándose cada vez más retraído. Ya no le apetecía mostrarse en el balcón ni tampoco quería salir a la calle sino que pasaba las horas muertas en su habitación sin dedicarse a nada útil, dejando pasar el tiempo hasta que llegaba la cena para luego acostarse y así un día tras otro.
Un día de principios de verano llegó una terrible noticia. Mientras el rey se encontraba de visita en un reino vecino con el que había firmado una alianza, un ejército enemigo sitió la ciudad que sólo contaba con una pequeña guarnición para su defensa. Si no se daba aviso al soberano para que regresara cuanto antes con sus tropas todo estaría perdido. El único recurso era que alguien pudiera salir sin ser visto y corriera tanto como pudiera en busca de ayuda.
Los miembros del consejo se reunieron para deliberar pero no contaban con que Aspa se presentara voluntario para la peligrosa misión porque era menudo y podría camuflarse entre la hierba alta y además estaba muy bien dotado para la carrera gracias a sus cuatro piernas. Aspa era la solución.
Avanzada la noche metieron al enano en una cesta que deslizaron con una cuerda por la parte más agreste de la muralla. Aspa se sentía muy animado a pesar de los peligros que corría pero sentía que el destino de su pueblo estaba en sus manos así que, en cuanto tocó tierra, echó a correr sin desmayo tanto como le daban sus menudas piernas hasta que unas cuantas horas más tarde pudo pedir ayuda a un caballero para que le acercara donde estaba su rey.
El rey escuchó el mensaje que Aspa le traía y sin perder un instante se puso en marcha con su ejército al que se unió el de su aliado derrotando por completo al enemigo al cogerle por sorpresa. Una vez estuvo la ciudad a salvo se hizo una gran fiesta en la que Aspa fue el principal protagonista, esta vez porque gracias a su arrojo les había salvado de una derrota segura. En un momento dado, uno de los nobles se acercó al enano y le pidió que le acompañara porque el rey quería hablar con él en privado. Aspa se sorprendió de que el rey le llamara pero accedió cómo iba a negarse a la voluntad de un rey victorioso.
Te debemos mucho, empezó diciéndole, porque si no hubiera sido por ti hoy estaríamos llorando la derrota. Pero no es menos cierto que lo que te hizo providencial no fue lo que creías tu fortaleza, sino por el contrario, aquello que vives como una debilidad hasta el punto que te tiene amargado: tu corta talla. Tus cuatro piernas nunca te han hecho sentir raro porque todos vemos en ellas un prodigio y porque nadie más es como tú en eso. Además de fama, te dan agilidad y velocidad, es cierto, pero no aceptas tu condición de enano y debes darte cuenta de que para salvar la ciudad del asedio no bastaba con que pudieras correr mucho, también era necesario que nadie te viera para llegar hasta donde yo estaba.
Tus piernas te hacen sentir especial porque todos las admiramos, pero tu talla es un prodigio todavía mayor y te convierten en un ser doblemente especial. Tú crees que no eres como los demás pero te corrijo, somos los demás los que no somos como tú. Sin la suma de estas dos cualidades hoy estaríamos enterrando en lugar de celebrando.
¿Te gustaría ser rey? No, respondió Aspa con determinación. Yo sólo aspiro a ser un buen vasallo. Entonces, debes entender que tus cualidades no son las mismas que las mías y a pesar de que soy el rey nunca podré competir contigo. Eso es lo que te hace especial, no lo olvides.