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9 de mayo de 2011

Decisiones encontradas



En un reciente seminario sobre estilos sociales algunos de los asistentes mostraron extrañeza por algunas características de su perfil social. Les costaba asumir que ante determinadas circunstancias sus comportamientos esperados fueran los que se describían. Como eso sucede más a menudo de lo que parece, el seminario se acompaña de un informe de feedback que no menos de seis de sus compañeros han hecho sobre la persona, de forma que puede demostrarse que, a menudo, uno mismo no es el más indicado para conocerse o que vive una fantasía respecto a cómo es.

Una de las cosas que más chocan es el grado de distorsión entre lo que uno dice y lo que hace. Parecería que ahí no podía haber grandes diferencias porque, más o menos, todos pensamos que hacemos lo que decimos que vamos a hacer y sin embargo, no siempre es así sino que hay una cierta desviación y en algunos casos ésta es muy acusada. Entonces la pregunta surge de inmediato ¿quiere eso decir que soy un mentiroso, que no soy de fiar?

La respuesta es que, según de qué se trate, todos mentimos un poco o mejor dicho, nos mentimos. Y lo hacemos para no entrar en contradicción con nosotros mismos. Es un poco complejo pero voy a tratar de explicarlo.

Cuando digo que voy a hacer algo, normalmente llego a esa conclusión utilizando la parte racional del cerebro. Es decir, ante una determinada situación en la que tengo que tomar una decisión llego a discernir lo que debería hacer utilizando la lógica. Yo sé que si tengo sobrepeso debería ponerme a dieta y no sólo para tratar de adelgazar sino para evitar enfermedades cardiovasculares, por ejemplo. Ahora bien ¿significa eso que me ponga a ello?

Las decisiones tomadas no se implantan sin más sino que son tamizadas por un montón de filtros internos que poco tienen que ver con mi parte racional sino que, por el contrario, están construidos sobre mi parte emocional. Mis creencias son emocionales, mis sentimientos también, mis actitudes lo son sin duda. Dicho de otra forma, si mis manifestaciones racionales no están alineadas con mis emociones, malo. Diré lo que sea, pero acabaré haciendo o no haciendo otra cosa.

Los estilos sociales no son determinantes por sí de que diga y haga lo mismo pero sí condicionan. Las personas más orientadas a tarea son en este sentido más de fiar, mientras que las que están más orientadas a personas lo son un poco menos. No es de extrañar. Unos y otros simplifican o complican sus decisiones en función de su impacto real o supuesto en terceros o en uno mismo.

Si necesitamos ayuda para hacer una mudanza y se la pedimos a cuatro personas de estilos sociales distintos y todas aceptan, lo que pasará será que sólo una de ellas acudirá a la cita a la hora convenida, una de ellas vendrá pero llegará “cuando pueda”, otra no vendrá porque se le habrá olvidado y una última sólo aparecerá si no le ha surgido un contratiempo inesperado.

Algunas expresiones coloquiales tienen algo que ver con esto. “Perro ladrador, poco mordedor”, “dime de lo que presumes y te diré de lo que careces”, “consejos vendo, para mí no tengo”…

Las cenas de Nochevieja son un buen ejemplo. Todos nos conjuramos para dejar de fumar, aprender inglés y adelgazar pero pocos nos ponemos en marcha y aún menos los que culminamos este tipo de propósitos. Por algo será. Quizá porque no tenemos el suficiente compromiso, quizá porque no nos conocemos lo suficiente, a lo mejor porque en el fondo no lo deseamos.

Pero sobre todo porque no somos conscientes de cuánto pesa nuestra parte emocional, esa que a menudo pasa en transparencia. Si me pongo el objetivo de escalar una montaña tarde o temprano caeré en la cuenta de que necesito estar en una determinada forma física, comprar material, disponer de unos días libres, etc. Pero al mismo tiempo, puede que me asalten más dudas ¿por qué me voy a complicar la vida?, ¿qué pasará si me lesiono?, ¿puede que me pille un día de ventisca?, ¿quién me acompañará?

Cuantas más preguntas me haga más me alejaré del objetivo de escalar la montaña. Dije que lo haría pero el tiempo pasará y alguien me preguntará. Lo que no faltará será una buena excusa pero lo que quedará es que ni hice lo que dije.

No es que seamos mentirosos compulsivos sino que no nos hacemos cargo de que siempre hay una parte de nosotros que juega en otro equipo. Y a veces, nos gana.

3 de junio de 2010

Suma cero

La principal diferencia entre un inventor y un investigador reside en la gestión del principio de incertidumbre que aplican a su trabajo. Mientras que el inventor persigue la innovación, hacer aquello que no se hizo hasta ahora con independencia de que sus resultados gocen de aceptación o sean viables desde el punto de vista de coste, fabricación, distribución y aceptación en el mercado, al investigador le mueve el principio de incertidumbre, es decir, no saber si alcanzará la meta perseguida por muy concienzudamente que desarrolle su trabajo. Unos se imaginan una utilidad novedosa, otros, por el contrario, buscan soluciones a preguntas todavía sin respuesta.
Los procesos que rigen la investigación son similares a los del trabajo “en caja negra” que se aplica en otros ámbitos y que consiste en ejercer control sobre los inputs pero no sobre los ouputs que inevitablemente se producirán como resultado final del proceso. Así, se denomina “caja negra” a todo aquello que sucede como parte del proceso intermedio sin que, por el momento, se sepa determinar su comportamiento. El ansia de todo investigador consiste en reducir ese margen de incertidumbre, aún a costa de pretender integrarla hasta vivir absolutamente inmerso en ella.
Sin embargo, los inventores e investigadores tienen en común el uso del método prueba/error aunque no compartan la gestión de la incertidumbre. Uno de mis clientes se dedica a la investigación sobre aleaciones ligeras. Su objetivo es conseguir que las cosas que se construyan con esas nuevas aleaciones pesen menos pero que sean igual de resistentes o más que los materiales ya conocidos. Y eso qué es ¿invento o investigación? Ellos no dudan en llamarse investigadores porque conocen muy bien la diferencia con los inventores: el principio de incertidumbre.
La experiencia demuestra que los grandes descubrimientos han sido realizados por investigadores (que no pueden llamarse descubridores hasta que dan con lo que están buscando) pero que se han apoyado en inventos. El descubrimiento de una nueva galaxia no sería posible sin el invento de telescopios muy potentes; el descubrimiento de una bacteria tampoco podría realizarse sin el invento del microscopio, etc.
La incertidumbre es abstracta y por tanto no motiva nada a los inventores que a cambio destacan por su capacidad de imaginar aplicaciones funcionales a cosas que todavía no existen. Ellos piensan en la utilidad de algo incluso antes de ponerse a diseñarlo. No todos podríamos hacer eso.
Haciendo una traslación a conceptos emocionales, diríamos una vez más, incluso abusando del uso de esos términos, que unos viven en el qué y otros en el cómo y eso condiciona enormemente sus enfoques. Serían dos polos opuestos en los que ambos aplicarían estilos sociales completamente distintos. Vaya, de nuevo los estilos sociales.
Como curiosos empedernidos, los inventores y los descubridores son grandes observadores si bien lo que les distingue es su enfoque bien hacia el proceso o bien hacia el procedimiento que, como puede imaginarse, son cosas muy distintas, lo que demuestra que unos necesitan de los otros como simbióticos que son.
Igual sucede con el resto de los mortales, que buscamos desesperadamente la complementariedad, el balance, el punto cero o casi cero, si bien no hay que olvidar que lo complementario es aquello que no está en nosotros ni lo echamos en falta muchas veces... pero nos atrae. ¿Un misterio? No, una condición intrínseca de la atracción.
Es probable que a quien le guste las rubias se acabe casando con una morena. Es posible que aquello que no está en nosotros o que incluso detestamos se convierta en virtud cuando lo vemos en alguien por el que nos sentimos atraídos.
Ese es el valor de la emocionalidad o más concretamente de la inteligencia emocional, que consiste en admitir que unos no existiríamos si hubiera de los otros. La cosmovisión, el yin y el yan así como otras escuelas filosóficas no occidentales admiten esto con total normalidad por mucho que nos empeñemos en declararnos proclives a una serie de comportamientos y opuestos a otros muchos que quisiéramos ver desterrados por no decir desaparecidos.
Los estilos sociales explican esto con suma claridad expositiva, que los inventores y los descubridores sean al mismo tiempo tan opuestos y complementarios, que los pioneros y los granjeros tengan comportamientos tan dispares pero se necesiten unos a otros, que los hinchas de un equipo necesiten ser “anti” de otro no solamente para poder poner en valor su filia sino para que exista un contrario por el que sentir fobia.
Lo dicho, el mundo sigue existiendo porque entre todos conformamos un sumatorio tendente a cero. Si esto funciona a grandes números también lo hace a pequeña escala porque si no fuera así haría mucho tiempo que hubiéramos desaparecido de la faz de la Tierra, a ver si lo aprendemos.

17 de noviembre de 2009

El principio de incertidumbre

La principal diferencia entre un inventor y un investigador reside en la gestión del principio de incertidumbre que aplican en su trabajo. Mientras que el inventor persigue la innovación, hacer aquello que no se hizo hasta ahora con independencia de que sus resultados gocen de aceptación o sean viables desde el punto de vista de coste, fabricación, distribución y aceptación en el mercado, al investigador le mueve el principio de incertidumbre, es decir, no saber si alcanzará la meta perseguida por muy concienzudamente que desarrolle su trabajo. Unos se imaginan una utilidad novedosa, otros, por el contrario, buscan soluciones a preguntas sin respuesta.
Los procesos que rigen la investigación son similares a los del trabajo “en caja negra” que se aplica en otros ámbitos y que consiste en ejercer control sobre los inputs pero no sobre los ouputs que el proceso producirá como resultado final. Así, se denomina “caja negra” a todo aquello que sucede como parte del proceso intermedio sin que, por el momento, se sepa determinar sus comportamientos. El ansia de todo investigador consiste en reducir ese margen de incertidumbre, aún a costa de que debe saber integrarla hasta vivir absolutamente inmerso en ella.
Los inventores e investigadores tienen en común el uso del método prueba/error aunque no compartan la gestión de la incertidumbre. Uno de mis clientes se dedica a la investigación sobre aleaciones ligeras. Su objetivo es conseguir que las cosas que se construyan con esas nuevas aleaciones pesen menos pero que sean igual de resistentes o más que los materiales ya conocidos. Y eso qué es ¿invento o investigación? Ellos no dudan en llamarse investigadores porque conocen muy bien la diferencia con los inventores: el principio de incertidumbre.
La experiencia demuestra que los grandes descubrimientos han sido realizados por investigadores (que no pueden llamarse descubridores hasta que dan con lo que están buscando) pero que se han apoyado en inventos. El descubrimiento de una nueva galaxia no sería posible sin el invento de telescopios muy potentes; el descubrimiento de una bacteria tampoco podría realizarse sin el invento del microscopio, etc.
La incertidumbre es abstracta y por tanto no motiva nada a los inventores que a cambio destacan por su capacidad de imaginar aplicaciones funcionales a cosas materiales. Haciendo una traslación a conceptos emocionales, diríamos que unos viven en el qué y otros en el cómo y eso condiciona enormemente sus enfoques. Serían dos polos opuestos en los que ambos aplicarían estilos sociales completamente distintos. Vaya, de nuevo los estilos sociales.
Como curiosos empedernidos, los inventores y los descubridores son grandes observadores si bien lo que les distingue es su enfoque bien hacia el proceso, bien hacia el procedimiento que, como puede imaginarse, son cosas muy distintas. Lo que se demuestra es que unos necesitan de los otros como simbióticos que son.
Igual sucede con el resto de los mortales, que buscamos desesperadamente la complementariedad, el balance, el punto cero o casi cero, si bien no hay que olvidar que lo complementario es aquello que no está en nosotros ni lo echamos en falta muchas veces... pero nos atrae. ¿Un misterio?

13 de noviembre de 2009

¿De qué te quieres morir?

Un señor de edad avanzada entra en un estanco a comprar una cajetilla de cigarrillos. El dependiente se la da y el anciano lee el aviso sanitario que indica que “fumar produce impotencia sexual” y compungido se dirige al estanquero diciéndole “No fastidie, ¿No lo tiene del que sólo mata?
Este chiste que me contaron sirve para introducir un asunto que me viene ocupando desde hace tiempo y que tiene que ver con el método de valoración de alternativas. Aunque en general, la capacidad de elección suele ser mucho más amplia de la que solemos percibir, algunos se dejan llevar por posturas maximalistas del tipo "blanco o negro" mientras que otros no tienen inconveniente en desplegar todas las variables posibles antes de escoger lo que quieren.
La capacidad de valoración de alternativas guarda alguna relación con nuestro enfoque de vida. Las personas más cuadriculadas tienden a ser más taxativas y, por lo general, más impacientes y las más dúctiles a preocuparse por los detalles y por ello a ser más sensibles con los matices lo que suele llevarles a tomarse más tiempo antes de decidir.
Una vez vi publicado un chiste gráfico en el que se veía a una señora en una zapatería que se había probado un montón de pares como atestiguaba el gran número de cajas que aparecía a su alrededor. En el bocadillo del chiste le decía al vendedor: “muy bonitos, pero no son lo que estoy buscando”. La duda es algo con lo que nos cuesta vivir desde la memoria de los tiempos, y en ocasiones, las resolvemos de forma inadecuada. O tomamos la decisión de no decidir (parálisis por el análisis) o tiramos por la calle de en medio (pim, pam, pum).
Eso me recuerda un caso verídico que me pasó hace ya algunos años. Tres amigos fuimos a cenar a una venta donde teníamos que pedir en la parrilla. A los tres nos apetecía comer un filete pero uno lo prefería poco hecho, otro al punto y otro pasado. El encargado de la parrilla se nos quedó mirando, puso la carne a asar, la sacó al mismo tiempo y nos dijo “ea, uno sangrante, otro al punto y otro muy hecho. El siguiente”. De nuevo los estilos sociales en su manifestación más pura, pero hoy no me extenderé sobre eso.
Esta mañana he pasado un buen rato tomando café con un amigo mientras me contaba sus proyectos vitales y profesionales (para él ambas cosas van muy unidas) porque quería conocer mi punto de vista, cosa que se agradece.
Conforme me ponía al día de sus reflexiones me daba cuenta de que quizá no había valorado suficientemente las alternativas que se le presentaban. Estaba muy centrado en “esto o aquello” mientras que a mí se me ocurrían otros caminos intermedios. Curiosamente, mientras se los planteaba las respuestas que recibía de él eran de dos tipos: “no lo había pensado” o “no lo descarto” pero invariablemente volvía al “blanco o negro”.
Mientras hablábamos ha llegado una señora que se ha sentado a nuestro lado y que le ha pedido al camarero un café con leche pero que lo quería largo de café, descafeinado, con sacarina, la leche del tiempo y en vaso. Jolines, pensé, ésta sí que sabe lo que quiere y al instante volví a prestar atención a lo que me contaba mi amigo que no se había percatado del detalle.
- Ya, pero tú qué es lo que quieres, le he preguntado para que concretara porque ya empezaba a divagar un poco.
- Pues lo que quiero es trabajar y disfrutar. Ya sabes, dedicarle las horas suficientes al trabajo pero que me deje tiempo libre para poder hacer otras cosas.
- Y yo, pero todavía no he encontrado el modo de hacerlo.
- No es tan difícil. Lo que yo quiero es algo tan simple como el café con leche que se está tomando esa señora -me ha contestado.
- Pues no sabes lo que pides.

10 de noviembre de 2009

El baile de máscaras

En el plano de la comunicación vivimos instalados en el mito de que sabemos a quién nos estamos dirigiendo cuando hablamos. Sin embargo, eso no es cierto o no lo es en muchísimas ocasiones y trataré de argumentar por qué conviene romper ese mito.
En anteriores ocasiones hemos hablado de feedback, de empatía, de estilos sociales y de roles y hoy me extenderé un poco más en estos últimos, los estilos y los roles sociales, pero antes repasemos conceptos.
Acordamos que la finalidad de la comunicación productiva es generar valor en todos los agentes que intervienen y eso se logra a través del feedback. Sabemos también que la premisa básica de todo proceso comunicativo constructivo es la presencia de empatía hacia nuestro interlocutor.
Pese a haberse dado todas esas condiciones es muy posible que no hayamos logrado alcanzar nuestro objetivo por la sencilla razón de que a quién estamos hablando se esconde tras una máscara a la que llamamos rol social, y esa máscara no representa a quien está detrás de ella. En estas condiciones, si dirigimos nuestro mensaje a la máscara la comunicación fracasa.
Los roles sociales pueden definirse de varias formas pero todas tienen un denominador común: tratar de aparecer como no somos. Es decir, es una forma de defendernos para resultar más admisibles, más tolerables, menos ásperos o menos débiles.
Ejemplos de esto pueden ponerse muchos, pero a mí hay uno que me gusta especialmente y es el de una persona antisociable que tiene que desempeñar un puesto de trabajo de atención al público atendiendo a sus reclamaciones o quejas y hasta hacerlo bien. En ese caso, es evidente que cuanto más logra engañarnos mejor funciona su máscara, su rol social.
Otro ejemplo claro sería el del padre que regaña a su hijo por algo que él mismo hacía cuando era pequeño. En ese caso debe fingir que está enojado para que su hijo aprenda que “eso no se debe hacer” aunque por dentro esté muy orgulloso de que su hijo se le parezca.
Los roles sociales pueden llegar a ser tan potentes que las verdaderas pautas de comportamiento de las personas (lo que llamamos estilos sociales) quedan soterradas y a veces es muy difícil llegar a ellas. Si yo trato de dar feedback a alguien sobre sus comportamientos de rol, puede entenderse fácilmente que mi éxito se verá muy limitado o resultará un esfuerzo baldío.
Adicionalmente, existe otro tipo de rol que es el que le atribuimos a una persona con independencia de sus creencias, comportamientos o incluso del rol que quiere desempeñar. A esos nos referimos en su día cuando hablamos del diferencial de Osgood y tienen el gran inconveniente de que, en cuanto son asumidos, pasan a elevarse a categoría. Así pues, muchas veces acabamos siendo lo que los demás piensan que somos y ese es un sambenito del que ya cuesta mucho trabajo desprenderse.
Por uno u otro motivo, al dirigirnos al rol y no a la persona hace que muchas veces no estemos incidiendo como quisiéramos en el destinatario y esa es la razón de que dediquemos casi el 80% de nuestro tiempo a hacer actividades relacionadas con la comunicación con unos resultados más bien pobres. ¡Por eso dedicamos el 80% de nuestro tiempo a algo tan improductivo!
Para que la comunicación sea efectiva hay que llegar al estilo social de las personas que tenemos delante. Básicamente, hay cuatro tipos de estilos sociales y la buena noticia es que cada uno de ellos reacciona de forma distinta ante tres situaciones en las que las personas no somos capaces de actuar bajo rol sino que nos expresamos libremente según nuestro estilo social. Dicho de otra forma, hay tres desmaquilladores sociales porque, ante determinadas circunstancias, la cabra siempre tira al monte.
La primera es la gestión del tiempo: a unos parece que lo único que les interesa es lo que está por llegar (los famosos soñadores o idealistas), otros por el contrario sólo viven el día de hoy (les solemos llamar realistas o descarnados), otros sólo parecen estar cómodos analizando lo que ha sucedido en tiempos pasados (segurolas) y hay un último grupo que es mucho más maleable en eso de sentirse cómodo con la gestión del ayer, el hoy y el mañana (son los dúctiles). Imaginemos que hemos quedado a comer para celebrar, como cada año, nuestra licenciatura de la universidad. Habrá quien ya esté pensando en la cita del año que viene y que incluso olvide la de este año, quien sólo se limite a recordar que hoy es el día acordado y llegue a la hora convenida, quien se arranque diciendo que la relación calidad/precio del menú es mejor o peor que la del año pasado y por último el que, al mismo tiempo, recuerde las anteriores reuniones con cariño, lo pase bien en esta y formule alguna sugerencia para el año que viene. Todos ello se habrán comportado como es de esperar en función del estilo social de cada cual.
La segunda, mucho más potente que la primera, es cómo toman las decisiones o asumen el riesgo. Unos parece que se decantan por tomar decisiones muy rápidas e irreflexivas. Son capaces de cambiar de opinión muy a menudo. Otros, por el contrario, son capaces de tomar decisiones evaluando bien los pros y contras. Un tercer grupo prefiere consensuar, pedir opinión a terceros antes de pronunciarse y el último grupo sólo se decide a tomar decisiones cuando ha valorado todas las alternativas o idealmente, prefiere no tener que tomarlas.
La tercera es la más clara de todas y tiene que ver con cómo actuamos bajo tensión o presión. Sobre esto ya hablamos cuando describíamos cómo nos hubiéramos comportado en el hundimiento del Titanic. En ese tipo de situaciones, las personas somos incapaces de mantener un rol y actuamos bajo criterios únicamente basados en nuestro estilo social. Recordemos: unos se apresurarían a buscar un puesto en un bote salvavidas, otros calcularían las posibilidades de salvación y actuarían en consecuencia, otros se empeñarían en memorizar lo que dice la normativa de salvamento y otros aceptarían que se quedarían junto a la orquesta mientras el buque se hundía.
Si la vida es un baile de máscaras, no olvidemos observar bien lo que sucede para determinar quién está detrás de cada una de ellas. Si andamos buscando quien nos financie un proyecto no vaya a ser que nos caiga mal el que lleva puesta la máscara de Tío Gilito sólo porque es un avaro y le tratemos como a tal cuando en realidad es un mecenas o a la inversa, porque es un hecho incuestionable que a los humanos nos encanta los bailes de máscaras para parecer otros.