
Quién me mandaría a mí haber escogido un título como este para la entrada de hoy. Qué necesidad tenía de complicarme la vida. Hablar sobre mundos ideales puede parecer hasta de mal gusto con los tiempos que corren pero ya que me he liado la manta a la cabeza voy a ver dónde me lleva esto.
Para empezar, sostengo desde hace tiempo, desde los albores de esta crisis, lo que equivale a decir desde prácticamente la prehistoria en términos noticiables, que no es que estemos viviendo una crisis (que empezó siendo financiera, luego económica, más tarde sistémica y ahora de nuevo financiera, aunque sospecho que ya por falta de calificativos) que en realidad estamos ante una nueva era, una especie de refundación de la humanidad.
Soy consciente de que más de un@ habrá leído estas afirmaciones en el tiempo arqueando la ceja diciéndose que a dónde va este profeta, si bien alguno entre los que destaco a mi amigo Fernando López pronto mostraron su acuerdo y hasta creo recordar que ha usado esta imagen en alguno de sus artículo, lo cual me reconfortó en su momento y más ahora cuando este mismo concepto se ha instalado en algún que otro filósofo y hasta artículo de fondo de más de un rotativo. Reconforta no sentirse solo, eso está claro.
Abundando en este concepto que ahora empieza a ser felizmente acompañado, añadiré que en su momento hasta di un paso más y a esto lo llamé el renacimiento de la humanidad. Más concretamente debería haberlo llamado el segundo renacimiento de la humanidad dado que el primero sucedió hace seis siglos pero da igual, ya nos entendemos. Además ellos no lo llamaron renacimiento ni nada, tal vez porque no eran conscientes de que estaban inmersos de pleno en él, como nosotros ahora.
El o los renacimientos implican por lo menos tres estadios: el primero, crisis estructural en la que todo se cae, desde estructuras económicas hasta modelos sociales; el segundo presidido por el desconcierto más absoluto dado que las antiguas llaves ya no abren las nuevas puertas y el tercero, el más creativo, en el que el hombre vuelve a inventar modelos nuevos situando al hombre en el centro de la creación y desplazando por ello lo que sea que antes ocupara ese centro, llámese monarquías feudales y su nobleza o hasta el mismo Dios (los movimientos protestantes son una secuela del renacimiento). En esa fase definitiva, las monarquías acabando convirtiéndose en parlamentarias y hasta la Iglesia tuvo que elevar el techo y tamaño de sus catedrales. Sin ese renacimiento no conoceríamos ni lo uno ni lo otro, de la misma forma que todavía no conoceríamos América, lo cual ahora mismo no estoy en disposición de decir si sería bueno o malo.
De lo que no cabe duda es que los protagonistas de esta especie de mutación social no fueron conscientes de que la cosa terminaría así. Obviamente, porque medido en términos de años, los que sufrieron las dos primeras fases y la tercera no compartieron generación y ni siquiera fueron contiguas y lo mismo nos sucederá a nosotros. Bueno, esta vez y a la velocidad que van las cosas, contiguas puede que sí sean las generaciones pero es seguro, los que tenemos la misma edad que yo, lo más probable es que veamos los frutos de este parto de los montes si bien somos más protagonistas que esos afortunados a los que llamaremos hijos nuestros.
Estamos en la fase dos, es decir, esa en la que las llaves no sirven para abrir las nuevas puertas y tenemos muchísimos ejemplos. Para empezar y en términos económicos que no hay una sola suprainstitución que de pie con bola en búsqueda de la receta mágica, se llame esta FMI, Reserva Federal o BCE. Ni una, porque además dan recetas que a menudo se contradicen. Pero podemos seguir con otros ejemplos, como el del desconcierto de las religiones que es la misma que la de los gobiernos y que consiste en la sobreprotección y echarle la culpa de todo al cha,cha,cha. Estos ejemplos pueden ampliarse si entramos más en el campo personal pero aquí seguro que todos tenemos muchos ejemplos e incluso los que no los encuentren fácilmente no están exentos de encontrarse en esa fase, sólo que no se han enterado.
A los que nos ha tocado vivir en las fases uno y dos los llamé en su momento último eslabón de la cadena y primero de la nueva lo cual nos convierte en unos privilegiados. Este argumento, de lo cual me vuelvo a sentir feliz, ha sido utilizado recientemente en una tertulia de tele autonómica. Vaya, parece que uno no clama en el desierto, me dije en su momento pero luego caí en que una vez aceptado el concepto de renacimiento la pregunta de qué papel nos tocaría a nosotros en este baile surgiría de inmediato, como así ha sido.
Así que a diferencia de los del siglo XIV y XV viviremos lo suficiente para ser protagonistas de todas las fases si bien en distinto grado. No veremos el mundo que surgirá, lo cual no debería preocuparnos en exceso porque tampoco lo íbamos a entender y seguramente nos frustraremos añorando lo que hemos dejado atrás y que ya no volverá como por ejemplo, la sociedad del bienestar o la ilusión de que los gobiernos juegan un papel determinante. Educados y transmisores de estos paradigmas, a ver quién es el guapo de educar a nuestros hijos en unos valores que hacen aguas por todas partes.
Queda pendiente la cuestión que titula este artículo. ¿Qué deberemos entender a partir de ahora por mundo ideal? Y uno descubre que nadie tiene la respuesta, que los gurús están más callados que un muerto, lo cual no es de extrañar porque están educados en los mismos paradigmas que ahora están heridos de muerte y que todos andamos metidos en el mismo remolino, lo cual no es nuevo. Fue Keynes quien dijo que los humanos en situaciones de crisis nos ponemos muy contentos cuando parece que acaba una catarata y que volvemos a las aguas tranquilas sin ser conscientes de que no espera la siguiente un poco más adelante. Bueno, en su época la distancia entre cataratas era un poco más larga que ahora pero el símil he de reconocer que es bueno.
Que nadie espere que enuncie mi profecía al respecto. Lo hago por un doble motivo, uno que ya no me queda espacio si no quiero alargar más este artículo y el otro, más íntimo, que me reservo.