Mostrando entradas con la etiqueta cambio. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta cambio. Mostrar todas las entradas

19 de septiembre de 2011

Un mundo ideal



Quién me mandaría a mí haber escogido un título como este para la entrada de hoy. Qué necesidad tenía de complicarme la vida. Hablar sobre mundos ideales puede parecer hasta de mal gusto con los tiempos que corren pero ya que me he liado la manta a la cabeza voy a ver dónde me lleva esto.

Para empezar, sostengo desde hace tiempo, desde los albores de esta crisis, lo que equivale a decir desde prácticamente la prehistoria en términos noticiables, que no es que estemos viviendo una crisis (que empezó siendo financiera, luego económica, más tarde sistémica y ahora de nuevo financiera, aunque sospecho que ya por falta de calificativos) que en realidad estamos ante una nueva era, una especie de refundación de la humanidad.

Soy consciente de que más de un@ habrá leído estas afirmaciones en el tiempo arqueando la ceja diciéndose que a dónde va este profeta, si bien alguno entre los que destaco a mi amigo Fernando López pronto mostraron su acuerdo y hasta creo recordar que ha usado esta imagen en alguno de sus artículo, lo cual me reconfortó en su momento y más ahora cuando este mismo concepto se ha instalado en algún que otro filósofo y hasta artículo de fondo de más de un rotativo. Reconforta no sentirse solo, eso está claro.

Abundando en este concepto que ahora empieza a ser felizmente acompañado, añadiré que en su momento hasta di un paso más y a esto lo llamé el renacimiento de la humanidad. Más concretamente debería haberlo llamado el segundo renacimiento de la humanidad dado que el primero sucedió hace seis siglos pero da igual, ya nos entendemos. Además ellos no lo llamaron renacimiento ni nada, tal vez porque no eran conscientes de que estaban inmersos de pleno en él, como nosotros ahora.

El o los renacimientos implican por lo menos tres estadios: el primero, crisis estructural en la que todo se cae, desde estructuras económicas hasta modelos sociales; el segundo presidido por el desconcierto más absoluto dado que las antiguas llaves ya no abren las nuevas puertas y el tercero, el más creativo, en el que el hombre vuelve a inventar modelos nuevos situando al hombre en el centro de la creación y desplazando por ello lo que sea que antes ocupara ese centro, llámese monarquías feudales y su nobleza o hasta el mismo Dios (los movimientos protestantes son una secuela del renacimiento). En esa fase definitiva, las monarquías acabando convirtiéndose en parlamentarias y hasta la Iglesia tuvo que elevar el techo y tamaño de sus catedrales. Sin ese renacimiento no conoceríamos ni lo uno ni lo otro, de la misma forma que todavía no conoceríamos América, lo cual ahora mismo no estoy en disposición de decir si sería bueno o malo.

De lo que no cabe duda es que los protagonistas de esta especie de mutación social no fueron conscientes de que la cosa terminaría así. Obviamente, porque medido en términos de años, los que sufrieron las dos primeras fases y la tercera no compartieron generación y ni siquiera fueron contiguas y lo mismo nos sucederá a nosotros. Bueno, esta vez y a la velocidad que van las cosas, contiguas puede que sí sean las generaciones pero es seguro, los que tenemos la misma edad que yo, lo más probable es que veamos los frutos de este parto de los montes si bien somos más protagonistas que esos afortunados a los que llamaremos hijos nuestros.

Estamos en la fase dos, es decir, esa en la que las llaves no sirven para abrir las nuevas puertas y tenemos muchísimos ejemplos. Para empezar y en términos económicos que no hay una sola suprainstitución que de pie con bola en búsqueda de la receta mágica, se llame esta FMI, Reserva Federal o BCE. Ni una, porque además dan recetas que a menudo se contradicen. Pero podemos seguir con otros ejemplos, como el del desconcierto de las religiones que es la misma que la de los gobiernos y que consiste en la sobreprotección y echarle la culpa de todo al cha,cha,cha. Estos ejemplos pueden ampliarse si entramos más en el campo personal pero aquí seguro que todos tenemos muchos ejemplos e incluso los que no los encuentren fácilmente no están exentos de encontrarse en esa fase, sólo que no se han enterado.

A los que nos ha tocado vivir en las fases uno y dos los llamé en su momento último eslabón de la cadena y primero de la nueva lo cual nos convierte en unos privilegiados. Este argumento, de lo cual me vuelvo a sentir feliz, ha sido utilizado recientemente en una tertulia de tele autonómica. Vaya, parece que uno no clama en el desierto, me dije en su momento pero luego caí en que una vez aceptado el concepto de renacimiento la pregunta de qué papel nos tocaría a nosotros en este baile surgiría de inmediato, como así ha sido.

Así que a diferencia de los del siglo XIV y XV viviremos lo suficiente para ser protagonistas de todas las fases si bien en distinto grado. No veremos el mundo que surgirá, lo cual no debería preocuparnos en exceso porque tampoco lo íbamos a entender y seguramente nos frustraremos añorando lo que hemos dejado atrás y que ya no volverá como por ejemplo, la sociedad del bienestar o la ilusión de que los gobiernos juegan un papel determinante. Educados y transmisores de estos paradigmas, a ver quién es el guapo de educar a nuestros hijos en unos valores que hacen aguas por todas partes.

Queda pendiente la cuestión que titula este artículo. ¿Qué deberemos entender a partir de ahora por mundo ideal? Y uno descubre que nadie tiene la respuesta, que los gurús están más callados que un muerto, lo cual no es de extrañar porque están educados en los mismos paradigmas que ahora están heridos de muerte y que todos andamos metidos en el mismo remolino, lo cual no es nuevo. Fue Keynes quien dijo que los humanos en situaciones de crisis nos ponemos muy contentos cuando parece que acaba una catarata y que volvemos a las aguas tranquilas sin ser conscientes de que no espera la siguiente un poco más adelante. Bueno, en su época la distancia entre cataratas era un poco más larga que ahora pero el símil he de reconocer que es bueno.

Que nadie espere que enuncie mi profecía al respecto. Lo hago por un doble motivo, uno que ya no me queda espacio si no quiero alargar más este artículo y el otro, más íntimo, que me reservo.

27 de junio de 2011

Seamos radicales

En los confines del universo, que no tengo ni idea de dónde están, seguro que se encuentran las estrellas y los astros más bellos. Puedo afirmar eso porque ninguno de nosotros alcanzará a verlos. Esa es una afirmación radical.

Por lo general, lo radical suena a extremo y ya sabemos que solemos rehuir de posiciones extremas, sin embargo, afirmo que conviene ser radicales, como descubrí hace unos cuantos años de un sindicalista con el que discutía una serie de mejoras extraconvenio en mis años de ejecutivo. Cuando me planteó la posición de su sindicato, una larga lista por cierto, en seguida me di cuenta de que se incluía puntos en los que era posible llegar a un acuerdo y mientras que en otros no. Hasta aquí nada nuevo pero lo que me sorprendió es que cuando los acabé de leer y le dirigí una mirada que quería indicar que teníamos mucho trabajo por delante él me la devolvió apostillando: y hay algunas de esas cosas en la que nuestra posición es radical.

Conforme seguimos hablando, reconozco que martilleándome todo el rato en mi cerebro eso de “radical”, para mi alivio me di cuenta de que en lo que no estaban dispuestos a ceder no era en las cosas a las que no llegaríamos a un acuerdo sino aquéllas en las que se podía intuir los rayos del sol más o menos cerca. Así que radical no tenía que ver con radicalismo o con pedir la luna, bueno me dije, veamos a dónde nos lleva esto.

Esa noche, en uno de los innumerables descansos que nos tomamos para aliviar tensiones o acercar posturas me acerqué a él y le pregunté por eso de ser radical. Y su respuesta me sorprendió: es todo aquello que no puedo demostrar pero que sé que puedo y debo conseguir. Ya, y eso ¿lo leíste en algún sitio? No, me lo enseñó mi abuela.

Las conversaciones se prolongaron por unas horas más pero a la mañana siguiente teníamos acuerdo. Y puedo afirmar que de las muchas horas de negociación que acumulé a mis espaldas, aquellos fueron los únicos acuerdos que me parecieron equilibrados de verdad. Luego la vida nos ha llevado por caminos distintos pero he aplicado la máxima del sindicalista. Afirmo que soy un tipo radical.

Por ejemplo, en desear y trabajar por un mundo mejor en el que nuestros hijos tengan un papel que desempeñar y que sólo dependa de ellos. También soy radical en la defensa de los derechos humanos, en la necesidad de perseguir la felicidad, en la justicia de las peticiones de los indignados del 154-M. Cosas grandes, diréis. Bueno, y también pequeñas. Soy radical en el punto de sal y vinagre del gazpacho, en circular en moto por el carril bus (me encanta), en no tolerar que nadie que se cruce conmigo no se lleve un buenos días. Hemos de ser radicales, pero hay que elegir en qué serlo.

Dado que la mayor parte de mi vida ha transcurrido a ciegas respecto a eso de ser radical, no será yo quien dé lecciones a nadie. Cada uno puede serlo y seguramente lo será con algunas cosas, pero abundando en que eso de lo radical no tiene por qué ser coincidente con los extremos, diré que lo único malo en esto es querer serlo en todo o no serlo en nada.

De los primeros tenemos ejemplos a manos llenas pero ¿qué me decís de los segundos? Esos son los que me preocupan, los que no tienen la mínima asertividad para plantarse y decir, no señor, por ahí no paso, no estoy dispuesto a renunciar a mi cerveza fría, a mi paseo diario o a lo que sea.

De alguna manera, conecto esto de ser radical con la lucha por los ideales y la búsqueda de la felicidad, tal vez no esa que se escribe con mayúsculas y que nadie sabe lo que es, sino con esa otra más humilde que nos permite poder vivirla en los actos pequeños.

Muchas veces, cuando tengo dudas, me retrotraigo a esa noche de negociaciones sindicales y a la simpleza de la definición: Radical es todo aquello que no puedo demostrar pero que sé que puedo y debo conseguir. Es un poco como un mantra que me orienta a la acción y en cada una de esas acciones me demuestro a mí mismo que sigo vivo.

T tú ¿eres radical?

17 de mayo de 2011

Asesinando la espontaneidad



Es sabido que el afán por tenerlo todo controlado nos puede. Esa necesidad la manifestamos en casi todos los órdenes de la vida hasta el punto de que lo predecible lo empaña todo. Trabajamos muy bien evaluando las probabilidades de que algo suceda y ajustamos nuestros comportamientos a esa hipótesis. Es el esquema de funcionamiento táctico, que implica qué hacer cuando sabemos (más o menos) lo que va a suceder. Y en el caso de que no suceda lo que esperamos no hay problema, también somos muy buenos improvisando soluciones alternativas y cuando no las improvisamos es que las prevemos, en cuyo caso a eso le llamamos plan de contingencia.

La espontaneidad la valoramos en momentos muy tempranos de la vida (infancia) o en órdenes periféricos (manifestaciones artísticas, por ejemplo) pero raramente en aquello en que nos jugamos los garbanzos. Con alguna excepción, pero pocas. No toleraríamos que un cirujano nos operara espontáneamente o que se dejara llevar en ese trance “por lo que le pide el cuerpo”, ni tampoco llevaríamos bien que el piloto del avión en el que viajamos fuera “creativo” en la planificación de la ruta o las maniobras. Ahora bien, todo eso cambiaría si en la mesa de operaciones surgiera una complicación o si los sistemas de navegación del avión fallaran. Entonces nos felicitaríamos por la “espontaneidad” de nuestro facultativo o piloto. Es así.

En estos días estamos asistiendo a un fenómeno todavía en estado muy embrionario que ya se conoce como “Democracia Real Ya” que supone una manifestación espontánea del hartazgo de una parte de la ciudadanía respecto a nuestra clase política. Como no podía ser de otra forma, surge a través de las redes sociales y asoma en cincuenta ciudades simultáneamente. Lo raro es que, a la vista de lo que está sucediendo con la evolución de la crisis, no hubiera aparecido antes. La primera aparición pública de ese movimiento se produjo el 15 de mayo y sólo un día después nuestra clase política se empezó a palpar la camisa y a sentir sudores fríos porque la pregunta que todos se hicieron en plena campaña electoral fue cómo nos afecta en nuestra intención de voto.

Si eso hubiera sucedido un solo día después de las elecciones no preocuparía nadie y se dejaría diluir como un azucarillo pero no, ha tenido que ser justo en el ecuador de una campaña electoral en la que unos se juegan mucho y otros aspiran a pillar cacho. Casualmente, los únicos que han saludado la iniciativa –con la esperanza de arrimar el ascua a su sardina-ha sido IU que da la razón a las motivaciones de esa explosión espontánea por considerarlas justas.

Asusta tanto la espontaneidad porque desconcierta las tácticas, cualquier tipo de táctica y especialmente el cálculo político. Lo espontáneo escapa al control y eso la hace intolerable. Sin embargo, motivos para este tipo de manifestaciones no faltan. Cinco millones de parados, record de ejecuciones hipotecarias, salarios recortados, precariedad laboral, inflación desbocada, perspectivas negativas en prácticamente todos los sectores, política sindical con bajísimo respaldo como se demostró en la última huelga general, ajustes draconianos en sanidad, educación y obras públicas. Motivos no faltan, pero sobre todo, que nada escape al control, nada de que alguien corra la banda.

La espontaneidad deja inerme a la clase política, de la misma forma que nos deja indefensos a cada uno de nosotros en cuanto algo rompe lo previsible. Puede que alguien piense que eso es porque tenemos abiertos tantos frentes en nuestras vidas que lo menos que podemos pedir es que no nos crezcan los enanos. Quién podría negar eso, pero en el fondo subyace algo más. La espontaneidad es una fuerza generativa de primera magnitud, algo que no se sabe cómo empieza ni cómo termina. Cualquier tipo de espontaneidad tiene como enemigo común el status quo, los paradigmas que tienen mucho de conservadurismo en su esencia, por eso asusta y por eso se combate con virulencia. Preferimos las aguas mansas a las bravas, lo previsible a lo imprevisible.

Añoramos el mayo francés del 68 porque es algo que ya está muerto. Nos pone que estuviera a punto de cargarse la V República francesa, pero nos pone más que no lo lograse. Quién no se sabe algunas de sus consignas y las recuerda con añoranza pero quién las ha hecho suyas. Nos sentimos solidarios con la revolución espontánea tunecina pero sólo porque se produjo allí y no dentro de nuestras fronteras.

Ahora la espontaneidad está llamando a nuestras puertas en forma de plataforma amorfa y desorganizada. Y no olvidemos que uno de los bestseller del momento se llama “¡Indignaos!” y está escrito por un anciano de más de 90 años. Para ponerse a pensar.

28 de enero de 2011

Minoría absoluta


Este es el nombre de una productora catalana de televisión que se distingue por sus ácidos programas de humor. El nombre siempre me ha sonado a contracultural y me ha hecho gracia. Desde hace un tiempo, me interesan aquellos que mantienen posturas que se quedan en minoría y hasta me enternecen porque, en este planeta de lo políticamente correcto, hace falta tener muchas narices para ir contracorriente en términos absolutos.

Viene esto a cuento porque desde hace unos días me he puesto a observar este tipo de posturas y lo primero que he constatado es que no son tan pocas como me imaginaba. Hay mucha gente dispuesta a quedarse en minoría absoluta. Una ventaja de quedarse en minoría es que casi siempre se acaba cumpliendo aquello de que tener razón demasiado pronto es como perderla (cita de mi adorado jefe al que hacía referencia en el post anterior). Esta aparente contradicción me interesa especialmente porque si tienes razón pero no es el momento de que tu visión prospere será rechazada, aunque puede que el tiempo ponga las cosas en su sitio.

En el ámbito empresarial esto muy es frecuente. Alguien decide hacer algo y de repente otro se acuerda de que eso ya se le ocurrió a Martínez. ¿Martínez? Sí, ese que se fue a la competencia y ahora es director general. ¿Y por qué no se hizo? No sé, igual no era el momento… y además estaba medio loco. En otros ámbitos tampoco es infrecuente, por ejemplo cuando alguien tiene una visión ¡he tenido una idea! ¿pero funcionará? Eso no lo sabremos hasta que la ponga en práctica. No sé, los experimentos mejor con gaseosa. En efecto, ser minoritario absoluto no es tan infrecuente. Ni tan malo.

Los procesos creativos basados en las tormentas de ideas, también conocidos como brainstorming, consisten en lanzar el mayor número de propuestas en un corto espacio de tiempo para analizarlas después y escoger las más “viables” para su desarrollo. Echando un vistazo hacia atrás se puede hacer un hall de la fama de ideas que, en su día, quedaron en minoría absoluta: la bombilla eléctrica, los ordenadores personales, el Apple Newton (léase PDA), la microelectrónica. Hay miles. Y eso sólo por citar algunas que luego han prosperado y que forman parte de nuestra vida diaria. ¡Cuántos Martínez hay por el mundo que han tenido que cambiar de aires para desarrollar su sueño!

En la época dorada de las punto.com, cuando lo que sobraba era dinero para financiar casi cualquier idea, prosperaron los Tuesday parties que eran verdaderas orgías de ideas alocadas en su mayor parte pero que solían encontrar mecenas. Si no eran lo suficientemente disparatadas se quedaban en minoría absoluta. Veamos alguna: twitter, facebook, cloud computing. Todas ellas tuvieron que esperar el batacazo de las más descabelladas y además, casi ninguna necesitó una inversión millonaria para salir adelante.

La minoría absoluta me pone. ¿Y a ti?

7 de diciembre de 2010

Y en eso llegó la innovación


Se entiende como “modelo estable” un conjunto de convenciones que se dan por ciertas, que funcionan y que se aceptan como inamovibles. Si funciona, no hay que hacerse más preguntas.

Se define la innovación como aquello que cuestiona un modelo estable de suerte que pretende modificarlo en parte (mejora) o atacarlo en su esencia para proponer algo completamente nuevo. A esto último lo conocemos como innovación disruptiva.

Son dos formas completamente distintas de ver el mundo. Una se basa en la conservación (si algo funciona bien, para qué cambiarlo) mientras que la otra parte del supuesto contrario (si funciona, cámbialo porque lo que es seguro es que en algún momento dejará de funcionar).

Los modelos estables usan lo que se llama la inteligencia vertical (basado en silogismos), mientras que en la innovación interviene la inteligencia creativa. En ambas concepciones aplica con intensidad la inteligencia emocional.

Este artículo se basa en la relación existente entre innovación e inteligencia emocional. Hablar más de lo expuesto sobre innovación sería un atrevimiento estando ahí José Luis Montero quien de eso sabe un montón. Sin embargo, la inteligencia emocional, una vez más, demuestra su completa transversalidad de materias, lo cual no debería extrañarnos lo más mínimo por cuanto ocupa buena parte de nuestro cerebro e interactúa en casi todas las decisiones que tomamos.

En términos de innovación, gestionar los problemas exige equilibrio emocional puesto que un problema planteado induce a un cambio, lo que equivale a aceptar una determinada porción de incertidumbre, algo que suele darnos miedo. Pero el miedo es la emoción por antonomasia porque dispara en nosotros la defensa de la supervivencia, nuestro valor más preciado.

El miedo puede definirse de muchas formas pero, en esencia, es la aversión a la pérdida. Perder lo que tenemos es una emoción tan intensa que nos invita a no movernos de los modelos estables. Ante la disyuntiva de ganar o el miedo a perder no hay color. Elegimos no perder, aunque ello suponga aceptar un cierto grado de obsolescencia cuyos daños a medio plazo no podemos limitar sencillamente porque no depende de nosotros. Pero como es “a medio plazo” pues no hay que preocuparse demasiado. Dios proveerá.

En la actual crisis, vemos que muchas empresas persisten en sus modelos estables que se traducen en hacer más de lo mismo. Paralizadas por el miedo se rigidizan, se instalan en una espiral endogámica, bajan su perfil y esperan a que la tormenta amaine. Craso error, aunque humano, lo cual me lleva a la reflexión de que las empresas, en contra de lo que mantienen algunos teóricos, también funcionan por emociones pues no dejan de ser la suma de individuos, un microcosmos como aquí las hemos definido otras veces.

Ahora bien, siguiendo en lo de la inteligencia emocional, cualquiera que quiera innovar tiene por delante un difícil camino porque ha de poner en cuestión los supuestos previos (aquello que nos reconduce automáticamente a hacer más de lo mismo), ha de plantearse alternativas múltiples lo que supone no darse por satisfecho con opciones únicas o que aparentemente parezcan útiles y ha de estar dispuesto a aplazar el juicio, es decir, no precipitarse en llegar a conclusiones que puedan explicarse a través de realidades conocidas (casi nada).

Como vemos, estas condiciones para innovar tienen mucho de lucha contra lo que creemos, pensamos o nos es conocido pero estaremos de acuerdo en que son necesarias para ponernos en una actitud creativa. Todas ellas son cuestiones emocionales y como puede observarse juegan a favor de mantenernos anclados en realidades conocidas. Las emociones pues, juegan a favor de nuestra supervivencia aparente y en contra de los cambios de paradigma.

Por lo general las emociones no nos predisponen al cambio sino a todo lo contrario. Los grandes inventos de la humanidad fueron obra de quienes rompieron esos bloqueos mentales y combatidos en su origen por una mayoría aplastante que los vieron como inventos del diablo. ¿Quién deseaba el alumbrado eléctrico cuando existía el queroseno, quién pensaba en la oportunidad de acortar distancias que supuso la aviación comercial, quién veía la utilidad de los ordenadores electrónicos cuando se sumaba a mano? ¿Éramos todos tontos? No, es que estábamos anclados por los modelos estables imperantes, eso es todo.

La gestión de las emociones presupone mucho de aprender a desanclar, ya sea de un modo u otro. Y cuando lo logramos innovamos, quizá no de una forma disruptiva sino de modo evolutivo, pero desanclamos, lo que supone aceptar una cierta incertidumbre y combatir grandes o pequeños miedos, normalmente para darnos cuenta de que merecía la pena.

Vuelvo a la innovación en este punto para señalar que todos tenemos la oportunidad de ser pioneros, de construir nuevos escenarios utilizando capacidades transversales como pensar, definir, formular, desarrollar y comunicar. Todas esas capacidades no son privativas de unos pocos iluminados ni patrimonio de una raza superior sino que están en todos y cada uno de nosotros.

La invitación es a revisar nuestros miedos, a otorgarnos una mínima autoconfianza, a creer en nosotros y a pensar en el grado de obsolescencia que nos mantiene más o menos oxidados. Ya seamos individuos o empresas ¿qué diferencia hay?

9 de julio de 2010

Los sentidos de la vida



Para celebrar que por fin ya me han quitado la escayola del brazo y que eso significa que vuelvo a ser más o menos el que era, quisiera aprovechar esta circunstancia para comentar acerca de los sentidos de la vida (título) o de cómo nos afecta llevar un brazo escayolado (subtítulo).

En este mes que ha durado la broma tuve que aprender a manejarme con una sola mano (la izquierda) que además es la que no uso (usaba) para casi nada. ¿Cómo es la vida cuando estamos obligados a hacer las cosas más habituales de una forma nueva? La respuesta es: una oportunidad para el descubrimiento.

Para empezar, no sé si sabéis lo que es tener lavarse la cabeza con una sola mano. Las dos primeras semanas necesité ayuda pero a partir de ahí decidí usar mis nuevas habilidades y al final, casi descubrí una forma más eficiente de realizar esa tarea con una sola mano. Claro que eso no era nada comparado con la imposibilidad de abrocharme el botón y la trabilla del pantalón, atarme los cordones de los zapatos, lavarme los dientes e incluso hacerme el nudo de la corbata. No es sólo que me faltara una mano sino que además la inútil se convertía en un estorbo que pesaba más de un kilo y que había que izar unos cuantos cientos de veces al día, más en el caso de que tuviera que escribir en el ordenador, tarea de la que no me aparté ni un solo día. Al final del día estaba agotado y así, desde que salía de la oficina hasta que llegaba a casa, usaba un cabestrillo que es uno de los grandes inventos de la humanidad para descansar mi brazo dolorido.

Todos esos inconvenientes se convirtieron en un proceso de aprendizaje desde cero para adquirir unas ciertas y nuevas destrezas. Y como mal que bien las adquirí, puede decirse que encontré un nuevo sentido a mi vida. Ha sido un proceso doloroso, caluroso y sumamente incómodo, pero hoy que ya dispongo de mis dos brazos y manos me siento ligero como una volva de nieve. Claro que todo eso ¿para qué si he vuelto a usar mi mano derecha? ¿Dónde quedarán y para qué servirán mis aprendizajes y destrezas con la mano izquierda? Pues en mis capacidades y en la constatación de que puedo hacer cosas con ambas manos que antes no sabía que podía porque no había tenido la necesidad.

Los dos últimos días de mi inmovilización releí “El hombre en busca de sentido” de Victor Frankl que tal vez muchos de vosotros conozcáis y si no es así, os recomiendo que le hagáis un hueco en vuestra lista de próximas lecturas. Frankl es el padre de la tercera escuela de la psiquiatría llamada logoterapia, que es fruto de sus reflexiones y vivencias de sus años de internamiento en campos de concentración nazis. La conclusión esencial que extrajo de esa experiencia extrema fue que “los más aptos para la supervivencia eran aquellos que sabían que les esperaba una tarea por realizar”.

En mi mes de limitaciones, para nada comparables con las suyas ni con muchas otras, había llegado a la conclusión de que ese tiempo perdido para algunas cosas lo recuperaría con creces en cuanto me sintiera liberado del peso de la escayola. Esa sola idea sobre la que construí proyectos hacía que cada día que pasaba fuera más llevadero porque era un día menos para ponerme manos a la obra. Y sin embargo, lo que ha sucedido es que una vez recuperado he sentido un bajón, como a él mismo y a muchos de sus compañeros les pasó. Simplemente, no contar con limitaciones creaba desconcierto. Este es el motivo por el que, a nivel visible para vosotros, he roto mi cadencia de publicación de artículos.

Como consecuencia de la lectura de ese librito corto pero muy intenso, he tenido oportunidad de meditar un poco sobre el sentido de la vida, o mejor, los sentidos de la vida. Y una de las consecuencias es que ya veis que he vuelto a estar “visible y en marcha”. No obstante, os dejo algunas frases del libro de Frankl que seguro que os serán de inspiración, como lo han sido para mí.

“De acuerdo con la logoterapia, la primera fuerza motivante del hombre es la lucha por encontrarle un sentido a su propia vida”

“Pero yo no considero que nosotros inventemos el sentido de nuestra existencia, sino que lo descubrimos”

“Ahora bien, los principios morales no mueven al hombre, no le empujan, más bien tiran de él”.

“Nunca el hombre se ve impulsado a una conducta moral; en cada caso concreto decide actuar moralmente”

“No debemos, pues, dudar en desafiar al hombre a que cumpla su sentido potencial”

“Lo que el hombre realmente necesita no es vivir sin tensiones, sino esforzarse y luchar por una meta que le merezca la pena”

“Vive como si ya estuvieras viviendo por segunda vez y como si la primera vez ya hubieras obrado tan desacertadamente como ahora estás a punto de obrar”

“La logoterapia intenta hacer al paciente plenamente consciente de sus propias responsabilidades; razón por la cual ha de dejarle la opción de decidir por qué, ante qué o ante quién se considera responsable”

Buen fin de semana.

2 de julio de 2010

Cuando los pájaros mamen


Las cosas “no son” en un único sentido analítico o aséptico, sino que sólo son en la medida y en la forma en que cada uno de nosotros las interpretamos. Basta hacer un pequeño experimento para comprobarlo. Si reunimos a un grupo de personas y les preguntamos de qué color es un objeto obtendremos tantas respuestas como a personas preguntemos. “Fucsia” dirá uno, “coral” dirá otro, “fresa” un tercero. Y todas tendrán razón porque cada cual lo asociará a su propia experiencia.

Las cosas sólo son, por tanto, la proyección de nuestra experiencia. El ser humano no es una víctima inocente de sus experiencias en su vida sino su propio artífice, de la misma forma que no somos, en modo alguno, la última pasada de la urdimbre del telar sino, por el contrario, una larga pieza de tela que sigue creciendo mientras vivimos y actuamos. Lo último, comparado con el todo, es un mero accidente, pero eso no impide que seamos responsables de la pieza entera.

Sin embargo, hay que entender que somos instrumentos musicales permanentemente desafinados. Lo somos porque nuestras experiencias nos van separando o acercando a nuestras convicciones creándonos grandes o pequeñas contradicciones. Si viéramos en perspectiva nuestra propia tela (vida) nos daríamos cuenta de que el dibujo se distorsiona continuamente, igual que sucede con las buenas alfombras hechas a mano en las que esas imperfecciones nunca son valoradas como taras. He aquí un dato interesante.

Nos vamos transformando constantemente y la verdad es que no sabemos quiénes podemos llegar a ser a pesar de que no escasean visiones reduccionistas acerca de nuestras verdaderas potencialidades. La religión y la creencia en el destino, por ejemplo, son de lo más limitativo, por no citarnos a nosotros mismos, que no somos mancos. Visiones deterministas en las que "mejorar" es lo máximo a lo que podemos aspirar. Pero es que no se trata tanto de mejorar como de transformarse.

Transformarse implica avanzar hacia el futuro que deseas, no en alejarte del presente que no te satisface, que es en lo que consiste la mejora. Si avanzas hacia el futuro que deseas es que estás tratando de cumplir una aspiración, mientras que si te alejas de lo que no te gusta, nada hace suponer que a dónde llegues vayas a sentirte más cómodo, y en todo caso, nada impide que pudieras llegar a cualquier parte que no desearas porque no sabes a dónde querías ir.

El límite lo marca nuestro compromiso, aunque decirlo es mucho más sencillo que ponerse en marcha, así que todos contentos. Cuando falleció François Miterrand, un hombre netamente contradictorio durante toda su vida y que -guiños de la historia- ganó las elecciones presidenciales francesas con el lema “la fuerza tranquila”, el director de Le Monde le dedicó un panegírico que siempre me ha parecido sumamente ilustrativo. En él le describía como un hombre que fue capaz de aguantar estoicamente las tormentas en el puente de mando de la nave y llevando el timón, de soportar todos los contratiempos, etc. Ahora bien, concluía, era incapaz de aguantar una pequeña china en su zapato.

Así que todos tenemos limitaciones que están muy por debajo de nuestras capacidades, y aún así, conforman mejor que nada la realidad de cada cual. Diríamos que las cosas se expresan mejor por los detalles, si puede ser gráficos mucho mejor. Y la china en el zapato de Miterrand me parece muy gráfica.

No existen realidades absolutas en el sentido de que no sean interpretables. Cuando sólo era un jovenzuelo mi jefe me mandó a preguntar a un empleado cuándo tendría listo un trabajo que le había encargado. El tipo, que se apellidaba Carrique, me miró con condescendencia y me dijo, dile a tu jefe que no tenga tanta prisa, que la están peinando. Ya, repuse, pero es que espera una respuesta concreta. Entonces dile que estará cuando los pájaros mamen.

Cuando regresé y le di esa respuesta a mi jefe se quedó perplejo. Cogió el teléfono y llamó a Carrique quien le contestó que la cosa iba para largo por culpa de no recuerdo qué contratiempo y que lo que me había contestado “sólo era una forma de hablar” (léase una expresión de relación temporal inconcreta).

Y aun así, los pájaros no maman y de momento, no piensan hacerlo. Una de las pocas realidades inmutables.

14 de mayo de 2010

El circo de las mariposas


Para ponernos en situación, hay que imaginar que estamos a punto de iniciar un merecido fin de semana. Esta, en concreto, ha sido de aúpa, así que no está de más que nos concedamos un merecido descanso sobre todo de alma.

Os propongo que veamos una peli que dura veinte minutos. Si no disponéis de ese tiempo os pido que no iniciéis la proyección y que lo dejéis para mejor ocasión. Si tenéis niños en casa invitadlos a que os acompañen, apagad las luces y si además podéis conectar vuestro equipo con una tele de gran formato o si tenéis un proyector, mucho mejor. El vídeo viene en formato de alta calidad, así que todo tiene su importancia.

No tengáis prejuicios porque la peli sea en versión original y esté subtitulada. Es una de esas pelis cuyo mensaje podría entenderse incluso si se tratara de cine mudo, tal es su fuerza.

Y cuando acabe la proyección y si os apetece, continuad leyendo.




Espero que os haya gustado.

Vivimos tiempos turbulentos en los que subimos y bajamos crestas como si fuéramos montados en una montaña rusa desbocada. Así son las cosas siempre que algo se mueve para dejar paso a una nueva realidad, a un segundo nacimiento, de la misma forma en que una oruga pasa a ser una mariposa.

Aceptamos que estamos ante un ciclo de crisis económica, pero nos cuesta más admitir que también estamos asistiendo al inicio de una nueva vida de la que hemos de ser los protagonistas.

“El circo de las mariposas” cuenta una historia que enternece pero cuya principal virtud es que habla de todos y cada uno de nosotros. ¿Quién eres tú? ¿Will que no tiene brazos ni piernas, uno de esos niños que le lanzan tomates, Méndez que es capaz de ver lo que otros no ven, el forzudo ex pendenciero, el niño que no sabe que todo capullo encierra una mariposa, el padre que da confianza a su hijo para que de mayor sea lo que quiera, el niño aquejado de polio o su madre?

Tenemos un poco de todos ellos ¿no?

Esta pequeña joya es un regalo que yo recibí y que comparto. Otros muchos lo hicieron antes y hoy es una referencia a la que se ha encontrado muchas aplicaciones. Al coaching, por ejemplo, porque explica cuál es su esencia: todos tenemos una potencialidad infinitamente mayor que la que nos concedemos, de la misma forma que una bellota contiene una encina. Todo está en nuestro interior pero necesitamos que alguien crea en nosotros, empezando por uno mismo.
Otros han usado esta película para ilustrar en qué consiste el liderazgo inspiracional. Yo diría que incluso el liderazgo a secas, porque se observa lo que distintos líderes pueden conseguir con la misma materia prima. No falta quien ha visto en ella la clave de la superación de sus adversidades y también tienen razón, pero lo más importante es lo que hayas visto tú.

Seguramente no te habrás quedado indiferente y si mañana o la semana que viene te apetece volver a verla te animo a que lo hagas. Es probable que, por el mismo precio, veas cosas nuevas.

Buen fin de semana.

13 de abril de 2010

Gente corriente

La popularidad casi nunca se consigue por mérito propio sino por influjo de terceros, como lo demuestra a menudo la vida y ahora una encuesta publicada en el Morning Star donde puede apreciarse que el 87% de los “personajes populares” eran unos perfectos desconocidos hace sólo cinco años a pesar de que el 62% de ellos ya se dedicaba profesionalmente a la actividad en la que ahora destacan por aclamación popular pero no necesariamente por concurso de méritos.
La gente corriente encuentra en la popularidad una mina de oro, es decir única, para aspirar a una mejora sustancial de su status social, aunque éste sea efímero si no se ve acompañado de alguna habilidad concreta. Se puede llegar a ser popular (me resisto a emplear la palabra famoso por sus obvias connotaciones oportunistas) por muchas razones, porque salió en la tele (caso Susan Boyles con su insuperable interpretación de Los Miserables) o porque saltó a la fama por una intervención gloriosa (caso del periodista iraquí que lanzó su par de zapatos a la cabeza del ex emperador Bush hijo). Los dos se convirtieron en personajes populares pero me da que la cantante lo será por mucho más tiempo que el iracundo periodista, por muy hábil que sea en el lanzamiento de calzado. He aquí la diferencia.
La gente corriente (ordinary people en inglés) actúa en ese sentido como impulsora del cambio. Es imposible acceder a mayores cotas de reconocimiento sin ese apoyo definitivo, necesariamente entusiasta y pocas veces realmente entendido en la materia que juzga y sentencia.
La gente ordinaria –que sería la traducción del inglés del término- no se corresponde necesariamente con la clase media aunque ésta forme su subconjunto más nutrido. Más bien está compuesta por todo aquel que no pertenece a la aristocracia ni a las élites –de cualquiera de ellas- Tan gente corriente podríamos ser yo mismo o el presidente de vecinos de mi escalera como algún rentista con muchos posibles pero completamente desconocido. Menestrales sociales que nunca dejarán huella por no ser populares pero con el poder de encumbrar a cualquiera de sus vástagos hasta cotas inimaginables incluso para ellos mismos si se lo proponen.
La moda, o mejor, lo que cuaja y acaba convirtiéndose en moda, es otro triunfo de la gente corriente y de prácticamente nadie más. Quizá por ello Zara tiene en Facebook un magnífico y puede que insuperable banco de pruebas para testar el funcionamiento de modelos y colores. La democracia es otra maravillosa forma de medir la popularidad, sobre todo en un país como éste que donde las elecciones no se ganan sino que mayormente se pierden por decisión de la gente corriente que, caprichosa, hace decantar la balanza hacia uno u otro lado.
La gente corriente dispone de un poder que sólo puede ejercer en masa, eso sí. En el uno a uno, la cosa no funciona igual y es allí donde lucen las élites. Me he entretenido a analizar este fenómeno un poco más en detalle para descubrir algunas cosas curiosas. Por ejemplo, en las redes sociales hay personas verdaderamente populares que no son seguidas tanto por sus aportaciones concretas como por su capacidad para generar opinión. En el mismo medio, también he constatado que algunos ni siquiera necesitan hacer eso para ostentar poder popular (que es lo que en realidad describe al término popularidad) sino que les basta con “pasearse por los salones de la buena sociedad” e ir dejando constancia de sus filias y fobias. En suma, de manipular a los que realmente son populares. La suya sería una especie de popularidad indirecta, con un público mucho más reducido pero igual o más efectiva.
Concluyo. La gente corriente está compuesta por el 95% de la sociedad que ensalza al 5% restante por un periodo que oscila entre unos pocos meses o la vida entera e incluso más allá. Y lo más curioso es que, en cuanto se deja de formar parte de ella, normalmente se olvida la procedencia. No sé si la expresión “ordinary people” es más acorde para describir la diferencia entre unos y otros que la de gente corriente.

5 de marzo de 2010

La buena reputación

Hace unas semanas escribí una entrada en la que relacionaba las estructuras de las organizaciones con el conocimiento distribuido y democrático concluyendo que la estructura en red es la que le da sentido a todo esto. La cuestión que planteo ahora es cómo actúan los líderes en este tipo de estructura. Como polos de interés, es la conclusión a la que llego. Es decir, como elementos nucleadores de los intereses de muchos, incluso prescindiendo de que ocupen una determinada posición jerárquica.
Esto significa que lo que hace que alguien sea reconocido como líder es su capacidad de generación de confianza en los demás, en definitiva, que se le reconozca una buena reputación.
La reputación es un valor percibido, no una cualidad objetiva, luego los líderes son aquellos que por no se sabe muy bien qué circunstancias son reconocidos como tales. Echando un vistazo a algunos tipos de organización que no tienen mucho que ver entre ellas, he probado si se cumplía esta regla y he aquí las conclusiones a las que he llegado.

1. Esto es plenamente válido en estructuras informales o de relación lineal como pueden ser los entornos 2.0 en los que el liderazgo (de audiencia, de seguidores, de prestigio, etc.) no guarda ninguna relación con el desempeño profesional de las personas. Esta es la estructura en red por antonomasia, es decir, aquella en la que podría darse el caso de que un líder en ese entorno fuera el ujier de un ministerio y que un abogado del estado no pasara de ser uno de sus múltiples y devotos seguidores. Si además ambos usaran nicks podrían cruzarse todos los días por los pasillos sin reconocerse. En estos casos, liderazgo y jerarquía "no conjugan".

2. Es parcialmente válido en el caso de estructuras con componente altruista, por ejemplo una ONG o un equipo de futbol de aficionados. En este tipo de organizaciones el líder comparte una parte carismática con otra funcional. El “alma del equipo” que no tiene que coincidir con la “estrella del equipo” no suele imponerse para ser líder sino que, simplemente, suele ser cooptado, es decir, escogido inter pares, pero en cuanto asume su función de liderazgo sus decisiones son respetadas a causa de la autoridad no sólo efectiva sino simbólica que se le confiere.

3. Es mucho más infrecuente en estructuras formales o jerarquizadas. Nótese que no digo imposible sino que me limito a decir infrecuente por el ejemplo que relato más adelante. Veamos qué sucede en este caso. En las estructuras formales se da el tipo de liderazgo jerárquico (por lo general bastante denostado aunque plenamente vigente) pero al mismo tiempo también se da el liderazgo natural o carismático y ese puede ser ejercido por cualquiera con independencia de su posición en la escala. Un líder jerárquico manda y se le obedece o no, mientras que cuando a un líder natural algo no le cuadra puede apostarse a que aquello no se hará, diga lo que diga el jerárquico que incluso puede que nunca se entere de lo que está ocurriendo a su alrededor.

Conclusión: cuanto más informal es la estructura, más fácilmente se representa el liderazgo por valores, por confianza y por reputación. Por el contrario, cuanto más formal es la estructura vemos que el poder tiende a imponerse, al menos en buena parte de los casos.

Sin embargo ¿quién detenta el poder virtual en las organizaciones? Se han hecho diversos estudios al respecto e incluso ya están disponibles en el mercado algunas metodologías de diagnóstico. Tomando una organización con estructura jerárquica clásica se pregunta a las personas que anoten en orden decreciente el nombre de las personas con las que más se relacionan profesionalmente. Las conclusiones no arrojan dudas: en las primeras posiciones siempre aparecen personas no relacionadas directamente con la función desempeñada ni mucho menos con la cadena de mando. Cuando se agregan los resultados, la sorpresa salta a la vista: las personas con las que más se relaciona el resto suelen ser verdaderos outsiders, convidados no esperados, dicho de otra forma, líderes naturales. Sorprendente ¿no?
Comparando cómo se produce el flujo de comunicación en las organizaciones que propuso Mintzberg con los resultados obtenidos en esos estudios las conclusiones no pueden ser más claras: tendemos a relacionamos con las personas que resuelven nuestros problemas o que, y eso es sumamente revelador, saben quién puede resolvernos los problemas. Y esos casi nunca se corresponden con las personas que están ahí y se les paga para eso.
¿Liderazgo jerárquico? Para nada. Liderazgo natural por confianza y por reputación. Tal vez debería replantearse las políticas de premios y recompensas ¿a quién deberíamos dárselas?
Hace un par de años desarrollamos un proyecto complejo y transversal para el que precisábamos conformar un equipo de proyecto con personal del cliente. Nuestro interlocutor nos dijo que no podía asignar recursos “de primera fila” y lo entendimos. A cambio le pedimos que nos indicara quiénes eran las personas con buena reputación dentro de su organización. No lo sé exactamente, preguntad por ahí, respondió un tanto extrañado. Y eso hicimos. Cuando después de unos días le planteamos la lista, no daba crédito porque a muchos ni les conocía, pero pronto descubrimos que obtenían la información que necesitábamos con rapidez y eficacia, conseguían cosas que no podían obtenerse a tiempo por la línea oficial y además, que tenían un fino olfato y bastante criterio. Habíamos preguntado quiénes eran las personas reputadas y nos presentaron a sus líderes naturales que, una vez finalizado el proyecto, obviamente volvieron a sus respectivas ocupaciones sin brillo.
La lección que aprendimos es que incluso en las organizaciones clásicas existen o pueden conformarse redes informales (quien prefiera puede utilizar el término neuronales) que actúan con muchísima eficacia y que casi siempre están formadas por el mismo tipo de personas. Es como si existiera un organigrama paralelo e invisible para la nomenclatura en el que por la vía del carisma o la reputación se producen verdaderos liderazgos, la comunicación es fluida, los intereses están alineados, etc. El sueño de cualquier directivo. Para meditar.

26 de enero de 2010

Liderar es transformar "cómo" en "qué" y viceversa

No sé cuantos de vosotros os dedicáis a hablar en público, pero los que lo hacemos jugamos con alguna ventaja. La más importante es que mientras los que escuchan te tienen a ti como único objetivo de visión y atención, tú puedes observar las reacciones de todos ellos al mismo tiempo y actuar en consecuencia.
Y esa diferencia trascendental te permite guiar el proceso. Tú sabes en qué consiste el mensaje que les quieres transmitir, tú eres el único responsable de hacerlo comprensible y atractivo. Tienes la visión y por tanto, tú eres el líder, a pesar de que lo que les cuentes les tocará a ellos desarrollarlo.
Hace unos meses inicié uno de mis seminarios sobre liderazgo con una afirmación que consideré poco más que una muletilla de inicio.
“Buenas tardes. El liderazgo puede definirse de muchas formas pero siempre parte de la misma premisa: tener una visión”.
Y los asistentes corrieron a anotar esa afirmación como una verdad revelada. ¿Qué hubiera pasado si hubiera comenzado diciendo: “como ustedes saben, el liderazgo…” Pues que seguramente nadie hubiera anotado nada y hubieran hecho un gesto de asentimiento con sus cabezas. ¡Cómo no iban a saber eso!
Los destinatarios de esa sesión desempeñaban altos cargos públicos y sus acciones tenían trascendencia social. Me quedé estupefacto, pues si una afirmación que a mí me parecía tan obvia y que debía serlo mucho más para ellos les causó tanta impresión que corrieron a anotarla, es que algo no andaba bien en su concepción del liderazgo.
Tiempo después asistí a la presentación de un libro sobre gestión. En el posterior turno de preguntas un empresario se quejaba de que, a pesar de dar manga ancha a sus ejecutivos, éstos parecían estar atenazados por una kriptonita paralizante que les impedía tomar decisiones. Ni buenas ni malas.
Ambos ejemplos tienen en común el miedo. El primero de forma latente, el segundo de forma evidente. Unos creían que el simple aunque delicado desempeño de sus cargos ya era suficiente; otros pensaban que su liderazgo se resentiría si se equivocaban. Sin embargo, todos estaban equivocados.
El liderazgo, o mejor dicho, la forma de ejercerlo, cambia en función del escenario pero nunca a costa de renunciar a la premisa esencial que es tener una visión fuerte a dos niveles básicos: el táctico, que consiste en saber a dónde se quiere ir y el del día a día, que consiste en todo lo demás, en qué hacer para lograrlo. Leí una novela en la que uno de los personajes describía los negocios como un montón de pequeñas y puñeteras cosas. No le faltaba razón.
Hoy en día se percibe un gran desconcierto también en esto de liderar, tal vez porque siempre se ha asociado a la capacidad de conseguir el éxito y en estos tiempos, tener éxito es sumamente difícil. Es como cuando un equipo está acostumbrado a ganar partidos y de repente encaja una serie de derrotas y se produce el desconcierto general y la cabeza del entrenador empieza a peligrar. Y ya no digo nada si se trata de una liga en la que parece que pierden todos y no gana nadie.
Una vez nos contrataron para que nos ocupáramos del departamento de atención al cliente de una gran empresa. Ese departamento, atendiendo a la simple descripción de sus tareas, no podía estar orientado al éxito que, en el mejor de los casos, consistía en que los clientes no presentaran demasiadas quejas. Nunca podía lucirse más allá de que el nivel de insatisfacción de los clientes se situara por debajo de un determinado punto que se consideraba aceptable. Hay que imaginarse la situación para comprender a qué me estoy refiriendo.
La empresa había destinado allí a personas que, por diversos motivos, no había sido posible reciclar profesionalmente y había puesto al frente a un gestor de “marrones” que era de los pocos que no sufrían de acidez de estómago porque había entendido la naturaleza de su misión que no se diferenciaba demasiado de las que le habían encargado en otras ocasiones. Por consiguiente, el liderazgo que ejercía no consistía en dorar la píldora a sus colaboradores, sino en hacerles ver la utilidad de su trabajo y en que encontraran satisfacción en ello. No obstante, el ánimo general estaba por los suelos. Y la verdad, cuando les escuchábamos, nos dábamos cuenta de que no les faltaban motivos.
Después de trabajar con el equipo el desarrollo de habilidades para el desempeño específico de sus tareas, la última fase de nuestra colaboración consistió en unas sesiones de coaching grupal con los mandos intermedios basado en el liderazgo. Buscaban respuestas: cómo lograr hacer mejor su trabajo, cómo gestionar su ansiedad, cómo dar satisfacción a los clientes, cómo… Un día, uno de ellos pareció dar con la clave: “No podemos cambiar apenas nada respecto a lo que tenemos que hacer, pero sí podemos cambiar y mucho cómo tenemos que hacerlo y en eso debe consistir nuestra visión”. En esa formulación no había nada nuevo. Habíamos incidido en eso en un montón de ocasiones pero hasta que no se cayó la venda por sí sola no se produjo avance alguno.
¿Qué había sucedido? Pues que se habían dado cuenta de que sólo lo que está en tu mano puede modificarse. Habían perdido el miedo a hacerlo mal y lo habían transformado en confianza, eso era todo. Y lo más importante, por fin sabían qué tenían que hacer: tenían una visión y eso les convertía en líderes, no en simples mandos intermedios y esa visión la podían transformar en experiencias de éxito. La buena noticia escondía una revelación de mayor calado: podían transformar cómo en qué, podían convertir algo transaccional en algo estratégico.
Tomo este ejemplo para exponer porqué el liderazgo tendrá que evolucionar con urgencia y ya con retraso en estas dos direcciones: centrarse en cómo tenemos que hacer aquello que hay que hacer de todas formas(sobre todo cuando nuestra capacidad de influencia es limitada, o sea, casi siempre) y segundo, en cambiar miedo por confianza que es la única forma en que pueda crearse una visión alentadora.

19 de enero de 2010

Sorpresas te da la vida

El pasado sábado asistí temprano a la sesión de GobCamp siguiendo la invitación de dos colegas y amigos de Cloud Consulting. A priori, este evento tenía algunas características a las que no estoy acostumbrado. La primera, que no hay un orden del día establecido y son los mismos asistentes los que pueden actuar como oyentes o ponentes alternativamente y a su elección. La segunda, que el nivel de los asistentes era desconocido, sin que haya que anotar ninguna reserva en ello. Al fin y al cabo, lo desconocido es un valor a descubrir, no una carencia. Conforme avanzaba la sesión fui sacando algunas conclusiones (ajenas al objeto específico de la jornada) que quisiera compartir con vosotros, adelantando de entrada que mi papel fue el de mero espectador y observador.
Lo más importante fue, desde mi punto de vista, ver la pasión con que los ponentes (en realidad, los líderes de proyecto) exponían sus experiencias. Ni uno solo utilizó el “yo” sino el “nosotros” incluso cuando su papel resultaba obvio que había sido determinante para el impulso del proyecto en cuestión. Buen dato.
Otra cosa que me llamó la atención fue que allí había mucho conocimiento y ninguna prevención por compartirlo. Mejor dato.
Una cosa más. Todos veníamos de una historia en la que las cosas se habían hecho tradicionalmente de forma completamente distinta y habíamos evolucionado con naturalidad. Extraordinario dato.
Y por último, que el último ponente de la sesión de la mañana, un verdadero experto internacional en la Gestión del Cambio (así, con mayúsculas), pedía colaboración abierta para adaptar su entorno de negocio a las nuevas tecnologías de las que él era un neófito. Toda una lección de humildad que levantó los aplausos de la audiencia.
De vuelta, reflexioné un poco sobre la experiencia. ¿Qué me había aportado la sesión, qué había aprendido? Respecto a la primera cuestión, mucho, respecto a la segunda, menos y en todo caso, cosas inesperadas. No me extrañó llegar a esta conclusión y eso que no soy un experto en la materia tratada, pero la conjunción de inteligencia emocional estaba servida y aquí os la presento en forma de preguntas.
¿Cuántos de nosotros necesitamos tener el estímulo de saber con certeza a quién vamos a escuchar y de qué tema va a tratarse para decidirnos a sacrificar una sacrosanta mañana de sábado y levantarse a las siete de la mañana para llegar puntual a la cita? Si a mí me lo hubieran propuesto hace un tiempo ni siquiera hubiera considerado mi presencia.
¿Cuántos de nosotros estaríamos dispuestos a exponer ante otros que desconocemos por completo algo que nos interesa mucho pero que no sabemos cuánto puede interesar a terceros hasta el punto de aceptar ser sometido a un juicio que podría implicar silencio o indiferencia como toda respuesta? Yo no, por supuesto.
En el caso de que sí hubiera interesado ¿Cuántos habríamos hinchado el pecho para que no pasara desapercibida nuestra mano detrás de lo que estamos contando dando a entender que somos los padres de la criatura? No estoy seguro de la respuesta.
¿Cuántos habríamos tenido la humildad de reconocer que, a pesar de ser unos expertos en nuestra materia, no sabemos apenas nada de cosas mucho menos complejas y pedir ayuda con verdaderas ganas de ser ayudados? ¿?
Y por último ¿cuántos de nosotros habríamos hecho todo eso que ahí se hizo de forma natural? Ese es el aprendizaje que obtuve, que hay que ser de una pasta muy especial para contestar correctamente a las cuestiones planteadas en esta entrada y que todas ellas tienen que ver con la gestión de nuestra emocionalidad, no con nuestro talento.
No pude quedarme por la tarde y, según me cuentan, la audiencia declinó en esa parte, pero a mi modo de ver se habían cumplido todos los objetivos y me fui a casa satisfecho porque, de una u otra forma, se había demostrado que cuando se lo propone, el hombre es capaz de hacer cosas maravillosas.

Y dejo para el final un apunte para romper esquemas: los ponentes procedían o estaban relacionados con la Administración Pública, ojo al dato.

12 de enero de 2010

¿Dónde está Wally?

Seguramente muchos recordaréis un programa de televisión llamado ¿Quién sabe dónde? que, básicamente, consistía en la búsqueda intensiva de personas desaparecidas que, las más de las veces, no tenían ningún interés en ser encontradas. La fórmula empleada para esta especie de búsqueda por rastreo se basaba en un antepasado de las redes sociales. Alguien conocía a alguien que a su vez… y así hasta que daban con el desaparecido, estuviera éste vivo o muerto.
El funcionamiento de las redes sociales que hoy conocemos sigue un esquema similar, con la única salvedad de que el “desaparecido” ha de haber dejado rastro digital, lo cual cada vez es más probable porque entre los que ya usan medios digitales o lo harán en corto plazo estamos hablando del 70% de la población. Vivir en lo digital es lo que tiene, que dejas rastro y tarde o temprano acaban dando contigo, lo quieras o no, aunque por lo general, todo el mundo quiere, por no decir que aspira o desea.
Las redes sociales acortan el camino y, sobre todo, eliminan pasos intermedios. Si en cualquier momento de la Historia una persona ha estado a sólo seis pasos de alguien a quien por supuesto ni conocía y daba igual que estuviera en las antípodas, hoy en día esa búsqueda se ha convertido prácticamente en instantánea. Los hábitos sociales caminan en esa dirección y si lo hacen, arrastran tras de sí modelos completos de entender y vivir la vida. Ahora mismo hasta ya empiezan a arrastrar la forma en que se hacen los negocios afectando a los costes, los márgenes y cualquier otro elemento que pueda cuantificarse económicamente, actuando en esto como un fiel aliado del fenómeno de la globalización. Y más que lo harán en el futuro inmediato.

Hoy en día ya hay suficientes ejemplos de ello. Por citar estrategias de marketing de una sola agencia sabemos que el fenómeno Susan Boyle, el patito feo que cantaba como los ángeles y que ahora ya vende discos como rosquillas, es el resultado de una acción de marketing viral que arranca como consecuencia de que Andrew Lloyd Weber, el famoso compositor y productor de musicales estaba preocupado por el descenso de público en sus espectáculos a causa de la crisis. La aparición de Susan interpretando la canción emblemática de Los Miserables por tanto, no fue una feliz casualidad, como tampoco lo fue que se convirtiera en uno de los videos más visitados en You Tube.
O la preocupación de la productora de Gran Hermano ante el escaso éxito de su último casting, resuelto a base del lanzamiento de una campaña específica a través de Facebook, por citar sólo dos ejemplos. Aquí el medio utilizado fue el de las redes sociales y el éxito en ambos casos se debió a su enorme poder de convocatoria, impensable hasta hace muy poco. El único requisito es que un solo emisor haga lo necesario para acceder a un (potencialmente hablando) infinito número de receptores y que una porción de estos se sientan interesados.
Conecto en esto con el post que ha escrito mi amigo Agustí Brañas en el que establece la relación matemática que se produce entre emisores y receptores de mensajes. A mi modo de ver, el problema no es la cantidad, sino la calidad de los mensajes (lo que a cada cual le interesa) y para eso hace falta utilizar criterios de segmentación para separar el grano de la paja. Creo que en eso es realmente necesario mejorar ya mismo y que lo será mucho más en el futuro.
Las empresas se están empezando a dar cuenta de la potencia de los social media. La semana pasada aparecía uno de los primeros artículos en la prensa genérica que hablaba del significativo ahorro de costes de este tipo de campañas y su cuantificación en términos de ROI (retorno de la inversión). En consecuencia, está claro: es momento de ponerse a ello y de hacerlo en serio aunque sólo sea para enterarse sin intermediarios de lo que piensan los consumidores de un determinado producto o cuál es nuestra reputación social.
La social media (conjunto de herramientas al efecto) crea un fantástico impacto emocional, siquiera potencialmente. Esto que escribo será visible no sólo para mis seguidores habituales u ocasionales sino por todo el mundo que haga una simple consulta sobre mí en Google y estoy seguro de que cuando analice mis estadísticas veré que será leído por personas de al menos tres continentes y no menos de quince países. Y ya no te digo nada si doy el aviso a través de Twitter o Facebook.
El poder de estas herramientas es considerable. Hace un par de meses un amigo mío que busca cambiar de trabajo me pedía que le aconsejara sobre cómo hacerlo. Date de alta en Xing y Linkedin y apúntate a comunidades profesionales, le aconsejé. No digas que buscas trabajo, no es necesario. Hoy me ha mandado un correo diciéndome que la semana que viene tiene dos entrevistas. Asusta un poco, pero es así.
Cristalook dejaba un comentario en mi post anterior en el que, entre otras cosas, decía que “aunque defiendo al 100% la inocencia de la ciencia y de cualquier tecnología que represente un avance social, faltará determinar los usos maliciosos que generará este, quizás, exceso de información”. No le falta razón y es también una de mis preocupaciones. Aunque el principal uso malicioso que adivino es la manipulación de voluntades, porque ya digo que esto de la social media tiene una fortísima carga emocional y en eso, somos frágiles y desde luego, muy pero que muy vulnerables.


Pero a lo que íbamos ¿Que dónde está Wally? Chupado. Ahora mismo te contesto.

8 de enero de 2010

¿El final de un modelo de gestión de las personas?

Decía un filósofo griego que el final de un ciclo se adivina porque “eso” ya no interesa, lo cual es una gran verdad. Nuestro actual modelo económico y productivo toca a su fin, no sólo porque estemos en crisis sino porque ya nadie tiene fe en él, no interesa a nadie, vamos. Los que estamos en el mundo de la prestación de servicios profesionales lo hemos sabido antes que muchos porque en eso actuamos como los detectores del grisou de las minas de carbón. Antes de que el mortífero gas sea perceptible, el canario cae abatido en su jaula.
Los consultores, para lo bueno y para lo malo, tenemos una sensibilidad mayúscula al “descuento” de la confianza empresarial ya sea ésta baja o nula y renacemos cuando esa confianza es alta o creciente. Antes de que hubiera paro a mansalva ya veíamos que los proyectos se ralentizaban, que los contratos se incumplían, que pintaban bastos, incluso en el caso de clientes con (todavía) pingües beneficios. Y aunque nadie sabía por qué, en cuanto uno se encogía todos los de su sector se metían en la trinchera, por si acaso.
Ahora iniciamos un nuevo ciclo (no sólo un nuevo año) y vuelve a decirlo este humilde canario del grisou, no porque tenga más olfato que nadie sino porque percibo que los empresarios tienen más confianza que el año pasado, aunque siguen sin tener la menor idea de lo que quieren hacer en cuanto salgamos de esta, salvo “no repetir los errores del pasado”. ¿Y cuáles eran esos? preguntamos con sana curiosidad. Y más allá de unos cuantos tópicos, ni idea, nos responden. Pues vamos bien y no lo digo con retintín sino con fe, porque ese “ni idea” significa que estamos entrando en un nuevo ciclo que como todos los nuevos, empieza por ser completamente indefinible y por no entender absolutamente nada de lo que está pasando.
En estas condiciones acaba de aparecer varios artículos relacionados con los cambios de tendencia en la gestión de Recursos Humanos para el 2010 que mezclan algunas de cal con otras de arena. Una idea clara, además de señalar la muerte de la retribución fija en favor de la variable (funcionarios aparte, claro, que este año se van a comer un colín) es la apuesta por la potenciación del uso de las herramientas 2.0 (¡ya era hora!) para añadir a continuación… pero no sólo a nivel del uso generalizado de estas herramientas sino sobre todo de estilos de gestión y de liderazgo. En suma, de pura filosofía 2.0.
Y ahí sí que, corporativamente, uno siente esperanza pero también se le encoge el ombligo porque si eso significa que los empresarios y directivos tienen que reconvertirse y abrazar el liderazgo en clave de transparencia, comunicación, intercambio de conocimiento, etc. (que es lo que significa el 2.0) en líneas generales vamos dados no tanto por falta de práctica (casi nadie la tiene, pero tranquilos que para eso estamos los consultores) como por lo que eso supone de giro copernicano respecto a los esquemas de gestión y sociales imperantes hasta el momento (compañeros, ya sabéis, a volver a predicar en el desierto y a que nos vuelvan a mirar con cara de haba tildándonos de vendedores de humo).
Por no mencionar que siempre me hace gracia oír hablar de recursos humanos como si todos trabajásemos en oficinas con acceso a Internet, lo cual no deja de ser un pecado original en casi cualquier diagnóstico sobre tendencias que se precie y en muchísimas ofertas de servicio, sólo explicable por el hecho de que en esos nichos es donde hay tostada que comerse, lo cual no impide decirles a los "señores de las tendencias" que además del sector terciario ¡aún quedan unos cuantos del sector primario y muchos del secundario que de momento no van a precisar de twitter para ser más efectivos!
De todas formas, la verdad es que nuestro país nunca se ha distinguido especialmente en esto de tener cintura para el cambio, aunque si vemos nuestra capacidad mimética para abrazar las tendencias de management es seguro que el nuevo modelo acabará imponiéndose…tarde, pero imponiéndose.
Ahora hagamos el viaje en sentido contrario. ¿Cómo quisieran ser gestionadas las personas? Silencio prolongado y tímidas respuestas a lo lejos: con respeto, apreciando en ellas la lealtad, la dedicación, el desempeño, siendo retribuidas en función de su valía y contribución, permitiendo que sus opiniones sean escuchadas, etc. Nada nuevo y eso también huele a periclitado en un país en el que hoy por hoy es más sencillo y barato el despido colectivo por causas económicas que el individual por falta de rendimiento o de actitud.
Así que, en realidad, nadie sabe nada. Los oráculos no hablan, los gurús siguen de vacaciones indefinidas, las organizaciones patronales se repiten más que el ajo empeñándose en la rebaja de las cotizaciones sociales y la obtención del despido libre y los sindicatos tratando de salvar los muebles de los que todavía tienen trabajo. Pero más allá de eso que suena como caduco y con las horas contadas, nada, ni una sola idea novedosa que no implique más gasto a costa del estado vía subvención que, nos guste o no, siempre acaba traduciéndose en más déficit, más impuestos y más retraso en la salida del agujero en el que nos encontramos.
El otro día un directivo de una empresa me contaba el caso de un obrero de su fábrica que estaba en situación de ERE y que fue llamado antes de tiempo para que se reincorporara al trabajo (buena noticia ¿no?). ¿El lunes? Imposible. Es que como estoy de ERE me voy a esquiar con la familia toda la semana, arguyó el angelito.
Lo dicho. Estamos al final de un ciclo (o Era) e inicio de otro (u otra), lo que hace que los consultores nos preguntemos qué contarles a nuestros clientes porque lo de antes “ya no sirve” y respecto a lo de ahora “pues no sé qué decirte”. Como para hablar de tendencias, vamos. Y así pasa lo que pasa, que unos no saben lo que necesitan y los otros no saben qué ofrecer que no suene a rancio a pesar de que por ahí aparezcan tendencias (para gestionar personas o para lo que sea).
Salud que haya.

13 de octubre de 2009

El elefante estacado


Una vez me contrataron para que diera unas sesiones de coaching a un mando intermedio en aras a prepararlo para un ascenso. Advertí a mi cliente que para que las sesiones fueran útiles debería ser el propio interesado quien mostrara interés en someterse a ese proceso tan exigente. A los pocos días me respondieron que la persona en cuestión estaba entusiasmada con la idea y que podíamos empezar en cuanto nuestras agendas nos lo permitieran.
La primera sesión fue decepcionante. Lo primero que me dijo esa persona es que le habían advertido que si el coaching no daba resultado jamás lograría el ansiado ascenso y que, en consecuencia, él estaba en la mejor disposición para aprovechar el tiempo y que estudiaría todo lo que fuera necesario y yo le indicara. Estaba pensando en un curso de capacitación y no en un proceso de coaching lo que me obligó a tener que explicarle en qué consistía exactamente eso.
Jorge Bucay cuenta la metáfora del elefante estacado que seguramente muchos conoceréis. Un niño que va al circo con su padre ve que un enorme elefante permanece impávidamente estacado sin hacer la más mínima intención de liberarse. Incluso para una mente infantil como la suya, aquello le parece del todo incomprensible dada la desproporción entre el volumen del animal y lo liviano de la estaca. Cuando le pregunta al padre, éste le contesta: seguramente el elefante lleva estacado desde que era apenas un cachorrito. En ese momento, por mucha fuerza que hiciera por liberarse no pudo lograrlo y acabó por conformarse. Ahora que es adulto, ni siquiera lo intenta.
Los paradigmas limitativos actúan de forma similar a la estaca del elefante. No hay razón alguna para que nos mantengan aprisionados pero nos hemos acostumbrado tanto a ellos que ni siquiera tratamos de comprobar sus consistencia ni mucho menos tratar de liberarnos. Es producto de un reflejo condicionado.
Esta actitud confronta con las dos dimensiones que conviven en nosotros: ser y siendo.
¿Qué soy? vs. ¿Qué estoy siendo? Las respuestas a ambas preguntas suelen ser muy distantes. Puedo ser una persona con fuertes convicciones, por lo tanto sé lo que habría que hacer, pero sin embargo, me conviene más hacer otra cosa y la hago. Como eso va en contra de mis convicciones y lo sé, ya buscaré las necesarias justificaciones. Un ejemplo de esto lo vemos cuando de pequeños seguramente habremos oído de nuestros mayores haz lo que digo y no lo que hago.
El coaching pretende lograr que aquello que hago (siendo) se ajuste a lo que sé que debería hacerse (ser). Dicho de otro modo, pretende modificar mis paradigmas limitativos o mis comportamientos disonantes. No podemos pretender ser atletas olímpicos, pero eso no impide que hagamos un poco de footing todos los días para ganar un poco de fondo.

Aquel hombre se me quedó mirando y comprendió que lo que se le exigía era un esfuerzo que no sabía si estaba dispuesto a hacer. Me pidió algo de tiempo antes de volver a vernos y cuando lo hicimos dijo que lo había pensado bien y que estaba animado porque sino, me dijo, ¿qué les contestaremos a nuestros hijos la próxima vez que les llevemos al circo y nos pregunten por el elefante estacado?

9 de octubre de 2009

Transparencias

Empiezo este artículo preguntándome si puede hablarse de transparencias buenas y malas. Sí, me digo, por supuesto. Un ejemplo de transparencia buena sería la de los árbitros que cuanto menos se nota su presencia en el terreno de juego, mucho mejor para todos. Por el contrario, una transparencia mala sería la del padre ausente en la infancia de sus hijos. La transparencia, pues, es una cualidad dual, como muchas otras cosas de la vida.
Recuerdo una inolvidable novela que luego fue llevada a la pequeña pantalla de mano de la prestigiosa cadena Granada, “La Joya de la Corona” de Paul Scott, emitida en 1985 en nuestro país en formato de serie. Quizá algun@s la recuerden o hayan leído el libro que, a pesar de su volumen y después de lo de la trilogía de Milennium, tiene la misma levedad que un aperitivo.
El personaje central de la novela -no tanto en la serie- es Ronald Merrick, un atormentado oficial destinado en la India en los estertores finales de la dominación británica que ve como su mundo se desmorona al mismo tiempo que su carrera. En una de las muchas escenas corales de la serie, Merrick suelta una frase memorable a la mujer a la que ama en un secreto a voces: “parece que soy transparente para usted” y acto seguido, la dama le deja plantado y se marcha en busca de un canapé que llevarse a la boca y de una conversación más agradable y menos comprometida. La reacción del oficial no se hace esperar, se va al cuartel y la emprende a trompazos con unos cuantos hindúes sediciosos hasta calmarse y recuperar el aplomo y la flema británica.
Estos días observo una creciente preocupación por eso de la (mala e indolente) transparencia. He recibido un powerpoint en el que se ve a una niña china recién nacida y muerta tirada en medio de la calle ante la completa indiferencia de todo el mundo que pasa a su lado; Ginebra, en su blog, relata la historia de una inmigrante embarazada que se siente indispuesta sin que nadie le pregunte qué le pasa o que acuda en su auxilio; Cubelli en el suyo, nos relata otra historia de transparencias… y no sigo, aunque hay un montón de ejemplos similares en la red y en la vida.

Qué estaremos haciendo mal, me pregunto. En estos tiempos de crisis, los proveedores son transparentes para los clientes, los maestros para sus alumnos, los pobres para los más afortunados. Hay magníficos blogs que no reciben visitas, fantásticas oportunidades que pasan desapercibidas, muy buenas causas o proyectos que se consumen por falta de seguidores o un mínimo entusiasmo. La transparencia, como manifestación de la indolencia más pavorosa, nos está invadiendo poco a poco como una enfermedad grave que mata sin avisar y que, por desgracia, no puede curarse sólo con la ingesta sistemática de Actimel y bifidus activus.
Lo que subyace a flor de piel, tampoco es necesario llegar al fondo de la dermis para dar con ello, es el individualismo que aparece en toda su amplitud en dos momentos opuestos de la vida: cuando las cosas van muy bien o cuando van muy mal. Dado que estamos en horas bajas no es de extrañar que mucho de lo que vemos a nuestro alrededor no nos guste y hagamos como si no existiera convirtiéndolo en transparente a nuestros ojos aunque lo tengamos delante de nuestras narices.

De lo que no parece que nos demos tanta cuenta es que cada vez que hacemos eso, alguien nos señala con el dedo y como Merrick, algún día la emprenderá contra nosotros. Es sólo cuestión de tiempo.

6 de octubre de 2009

Desaprender

Si alguien conoce alguna academia en la que enseñen a desaprender que me lo diga porque me apunto. Ya no quiero aprender nada más, o mejor dicho, sospecho que tengo tanta parte de mi cerebro ocupado con cosas que no sirven para nada que necesito hacer sitio. Ya está dicho.
Lo que yo busco es alguien que me enseñe a borrar dos páginas de conocimientos inútiles por cada nueva línea de lo que aprenda. Por menos no me pongo, ya lo tengo decidido. Tengo tal acopio de discursos vacíos, imágenes huecas, conozco tanto la vida y milagros de personajes que no merecen la pena ser conocidos que me estalla la cabeza, así que necesito terapia de inmediato, como el aire que respiro.
Todo comenzó ayer, cuando súbitamente me desperté bañado en sudor frío. Soñé que un amigo de la infancia venía a verme. Traía bajo el brazo un legajo de papeles de los que quería deshacerse. Igual tienes un rincón por ahí donde poder guardarlos, me decía. En casa me han amenazado con quemarlos porque cada vez que abren la puerta de un armario les cae encima uno de estos legajos y se conoce que ya están hartos. ¿Y cómo es que tienes tantos papeles? le preguntaba. Eso quisiera saber yo, son notas que he ido tomando de aquí y allá, ya sabes que soy un pozo sin fondo en eso de saber de todo un poco. He colocado unas cuantas carpetas a los amiguetes, pero todavía tengo el maletero del coche lleno y he pensado que tú…
Después de un buen rato revisando aquel fardo de papel me di cuenta de que mi amigo era un desgraciado. Traía transcripciones detalladas de teoremas matemáticos, la lista completa de los reyes godos con su correspondiente árbol genealógico, los recibos de la compra desde la primera vez que fue al supermercado, las alineaciones de todos los partidos de liga desde la temporada 62-63, las notas que había preparado para las reuniones de la comunidad de propietarios de su escalera de la cual le había tocado ser presidente cinco veces, los presupuestos de la ortodoncia de sus tres hijos y hasta las fotocopias de sus declaraciones de renta desde que éstas se hacían en papel autocalco. Me asusté.
En cuanto me desperté me puse a pensar en todas las cosas inútiles que conservaba guardadas en mi memoria y como tenía tiempo por delante fui haciendo una lista enorme. Parecía que a cada línea que escribía se abrían nuevas posibilidades exploratorias y a las dos horas ya había completado un cuaderno, así que me decidí a escribiros pidiendo ayuda. ¿Alguien conoce algún lugar de confianza donde se dediquen a enseñar a desaprender?
Mientras escribo esto se me sigue ocurriendo cosas inútiles de las que quiero deshacerme de inmediato. Esto no tiene fin y lo que es peor, mi mujer ya lleva unos meses advirtiéndome de que me repito. A ver si va a ser porque ya no me cabe nada más en la cabeza. Estoy angustiado.

29 de septiembre de 2009

Pero ¿por qué?

Un compañero y amigo entrañable con el que coincidí en una de las empresas para las que trabajé solía utilizar esta muletilla cuando nuestro jefe le encomendaba alguna misión. He de aclarar que, en aquella época, ambos trabajábamos para la primera gran empresa española que se fusionó con otra y que más que trabajos, lo que recibíamos en aquella encarnizada lucha por ver quién acababa detentando el poder eran misiones especiales de información, contrainformación o sabotaje de las líneas enemigas y no pocas de ellas eran suicidas o por lo menos sumamente expuestas.
Cometer un error significaba quedar en una posición de debilidad y aquello no lo queríamos nadie, así que cuando a mi amigo le encargaban cualquier cosa el respondía de inmediato pero ¿por qué?
A él le gustaba disponer de suficiente información antes de emprender cualquier acción en la que podía peligrar su prestigio, su posición o ambas cosas. Cosa natural, dadas las circunstancias. Pero en la misma medida, su actitud conseguía irritar a nuestro jefe la mayor parte de las veces, así que no era raro que a aquella petición de porqués la respuesta fuera porque te lo mando yo, aunque él persistía en su actitud hasta que por fin conseguía manejar más o menos las claves.
Como era previsible, mi amigo cayó en combate en una de aquellas escaramuzas empresariales. En honor a la verdad he de aclarar que fue víctima de fuego amigo, para más inri. Nuestro jefe, harto de tener entre sus filas a un soldado tan incómodo lo mandó a una misión de la que era imposible salir indemne. Su esfuerzo, en cambio, no fue en balde porque a cambio de aquella pieza él pudo cobrarse otra mucho mayor.
El día que a mi amigo le comunicaron su nuevo destino, un trabajo burocrático y sobre todo muy alejado de la primera línea del frente, que consistía en desempeñar una tarea absolutamente irrelevante y sin ninguna finalidad práctica, mi amigo no opuso resistencia a pesar de que ello conllevaba la temida congelación salarial (que le afectó el resto de su vida en activo), pérdida de mucho estatus en el nuevo organigrama y un destierro deshonroso. Pero él, como digo, no se quejó.
En una de las charlas de café y fuera de servicio los amigos quisimos saber cómo era posible que hubiera adoptado aquella actitud tan poco beligerante y nos contestó: es que se me olvidó preguntar por qué me mandaba a mí a aquella locura sin sentido. Es decir, se sentía completamente responsable de su propia desgracia por el hecho de haber olvidado pedir aclaraciones. Una sola vez fue suficiente.
Cuento esto al hilo de una actitud bastante frecuente en nuestros días que consiste en hacer las cosas sin preguntar o sin preguntarnos los porqués. Ya no digo sin hacer un frío análisis de riesgos y consecuencias que eso ya es mucho pedir, sino de hacer las cosas sin ponernos a pensar. Muchas veces lo hacemos así porque tememos importunar a nuestros jefes y sufrir las consecuencias de salir "criadas respondonas". Y más en los tiempos que corren en los que caen chuzos de punta.
R. Kipling, autor de, entre otras famosas obras, El Libro de la Selva, fue uno de los tipos más insociables de su época. En su vida vivió en cuatro continentes, fue expulsado de no pocos países y se jactaba de no haber tenido ni un solo amigo en su vida. Una joya, vamos. Una vez le hicieron una entrevista en la que le preguntaron cómo era posible que en su vida no hubiera experimentado la amistad y él, después de quedarse pensativo un instante respondió: Corrijo. En realidad he tenido seis amigos inseparable que nunca me han abandonado. Estos son: qué, cómo, cuándo, quién, cuánto y dónde.
La inteligencia emocional se ha apropiado de los "amigos" de Kipling a través de la formulación de las preguntas conocidas como “balas de mantequilla” que, sin embargo son increíblemente poderosas.
Si preguntáis con la siguiente estructura

Qué crees tú que… debería hacer para…
Cómo crees tú que… se podría mejorar…
Cuándo crees tú que… es un buen momento para…
Quién crees tú que… podría aconsejarme en este asunto...
Cuánto crees tú que… nos costaría…
Dónde crees tú que… puedo acudir para…

nadie se ofenderá de que se la hagáis ¡precisamente por eso se llaman balas de mantequilla!, lo que obtendréis será una explicación ampliada de lo que pretendéis saber, demostrareis una actitud sincera y colaborativa y además, al ser preguntas abiertas es imposible que sean respondidas con un simple “sí” o “no” lo que obligará a quien se las formuléis a explayarse que, en el fondo, es lo que queríais.
Fijaos que no he incluido “por qué”. No sé si habrá sido un acto reflejo, pero por si acaso, os aconsejo que no lo hagáis porque el recuerdo de mi amigo todavía está muy presente en mi memoria. Qué lástima que cuando le conocí y traté no hubiera sabido de su poder, aunque nunca es tarde para empezar a practicarlas.

11 de septiembre de 2009

Valor añadido: Nueve más uno, igual a diez

Imaginemos que se nos presenta una figura geométrica en la que a simple vista se ve que está incompleta. ¿Qué haríamos? Completarla, y eso nos reportaría tanta satisfacción como valor añadido a la figura en cuestión.
Ahora imaginemos que hemos hecho un utensilio con nuestras propias manos. La observamos y nos gusta, aunque tenemos la sensación de que le falta algo y por más vueltas que le demos no sabemos decir de qué se trata. ¿Dejaríamos que otros nos aconsejaran, que aportaran su "valor añadido"?

Y si lo hicieran ¿sus opiniones serían coincidentes entre sí?
Y si no fuera así ¿a quién haríamos caso? La respuesta probable es que quien mereciera más nuestra confianza y ello a pesar de que tal vez no fuera la aportación más lógica, idónea o valiosa, como sólo el tiempo se encargaría de demostrar.
La confianza, por tanto, es un valor apriorístico fundamental en nuestro proceso de toma de decisiones. Pero ¿qué nos induce a confiar en alguien o en algo? Ese es uno de los grandes misterios de la psique, pero a cambio creemos saber con certeza por qué razones desconfiamos, de forma que podemos establecer que confiamos más por razones subjetivas que objetivas mientras que en el caso de la desconfianza tendemos a lo contrario.
Sin embargo, incluso intuitivamente sabemos que lo subjetivo y lo objetivo beben de fuentes distintas. Lo objetivo es o debería ser consecuencia de la razón, de los hechos probados o de las consecuencias de nuestra propia experiencia, mientras que lo subjetivo tiene que ver con la manifestación de nuestras emociones.
Cuando lo hacemos al contrario, suele producirse más errores, sobre todo en cuanto a lo de la desconfianza. En efecto, desconfiar de algo o de alguien básica o únicamente por presentimientos o pálpitos nos conduce a establecer prejuicios y de ahí que las decisiones que tomemos sean de menor calidad, cuando no erróneas.
El valor añadido (9+1=10) se genera objetivamente o no se genera, de forma que sólo las decisiones correctas producen mejora. Ahora bien, ¿de qué fuente bebemos para obtenerlas?