
Se entiende como “modelo estable” un conjunto de convenciones que se dan por ciertas, que funcionan y que se aceptan como inamovibles. Si funciona, no hay que hacerse más preguntas.
Se define la innovación como aquello que cuestiona un modelo estable de suerte que pretende modificarlo en parte (mejora) o atacarlo en su esencia para proponer algo completamente nuevo. A esto último lo conocemos como innovación disruptiva.
Son dos formas completamente distintas de ver el mundo. Una se basa en la conservación (si algo funciona bien, para qué cambiarlo) mientras que la otra parte del supuesto contrario (si funciona, cámbialo porque lo que es seguro es que en algún momento dejará de funcionar).
Los modelos estables usan lo que se llama la inteligencia vertical (basado en silogismos), mientras que en la innovación interviene la inteligencia creativa. En ambas concepciones aplica con intensidad la inteligencia emocional.
Este artículo se basa en la relación existente entre innovación e inteligencia emocional. Hablar más de lo expuesto sobre innovación sería un atrevimiento estando ahí
José Luis Montero quien de eso sabe un montón. Sin embargo, la inteligencia emocional, una vez más, demuestra su completa transversalidad de materias, lo cual no debería extrañarnos lo más mínimo por cuanto ocupa buena parte de nuestro cerebro e interactúa en casi todas las decisiones que tomamos.
En términos de innovación, gestionar los problemas exige equilibrio emocional puesto que un problema planteado induce a un cambio, lo que equivale a aceptar una determinada porción de incertidumbre, algo que suele darnos miedo. Pero el miedo es la emoción por antonomasia porque dispara en nosotros la defensa de la supervivencia, nuestro valor más preciado.
El miedo puede definirse de muchas formas pero, en esencia, es la aversión a la pérdida. Perder lo que tenemos es una emoción tan intensa que nos invita a no movernos de los modelos estables. Ante la disyuntiva de ganar o el miedo a perder no hay color. Elegimos no perder, aunque ello suponga aceptar un cierto grado de obsolescencia cuyos daños a medio plazo no podemos limitar sencillamente porque no depende de nosotros. Pero como es “a medio plazo” pues no hay que preocuparse demasiado. Dios proveerá.
En la actual crisis, vemos que muchas empresas persisten en sus modelos estables que se traducen en hacer más de lo mismo. Paralizadas por el miedo se rigidizan, se instalan en una espiral endogámica, bajan su perfil y esperan a que la tormenta amaine. Craso error, aunque humano, lo cual me lleva a la reflexión de que las empresas, en contra de lo que mantienen algunos teóricos, también funcionan por emociones pues no dejan de ser la suma de individuos, un microcosmos como aquí las hemos definido otras veces.
Ahora bien, siguiendo en lo de la inteligencia emocional, cualquiera que quiera innovar tiene por delante un difícil camino porque ha de poner en cuestión los
supuestos previos (aquello que nos reconduce automáticamente a hacer más de lo mismo), ha de plantearse
alternativas múltiples lo que supone no darse por satisfecho con opciones únicas o que aparentemente parezcan útiles y ha de estar dispuesto a
aplazar el juicio, es decir, no precipitarse en llegar a conclusiones que puedan explicarse a través de realidades conocidas (casi nada).
Como vemos, estas condiciones para innovar tienen mucho de lucha contra lo que creemos, pensamos o nos es conocido pero estaremos de acuerdo en que son necesarias para ponernos en una actitud creativa. Todas ellas son cuestiones emocionales y como puede observarse juegan a favor de mantenernos anclados en realidades conocidas. Las emociones pues, juegan a favor de nuestra supervivencia aparente y en contra de los cambios de paradigma.
Por lo general las emociones no nos predisponen al cambio sino a todo lo contrario. Los grandes inventos de la humanidad fueron obra de quienes rompieron esos bloqueos mentales y combatidos en su origen por una mayoría aplastante que los vieron como inventos del diablo. ¿Quién deseaba el alumbrado eléctrico cuando existía el queroseno, quién pensaba en la oportunidad de acortar distancias que supuso la aviación comercial, quién veía la utilidad de los ordenadores electrónicos cuando se sumaba a mano? ¿Éramos todos tontos? No, es que estábamos anclados por los modelos estables imperantes, eso es todo.
La gestión de las emociones presupone mucho de aprender a desanclar, ya sea de un modo u otro. Y cuando lo logramos innovamos, quizá no de una forma disruptiva sino de modo evolutivo, pero desanclamos, lo que supone aceptar una cierta incertidumbre y combatir grandes o pequeños miedos, normalmente para darnos cuenta de que merecía la pena.
Vuelvo a la innovación en este punto para señalar que todos tenemos la oportunidad de ser pioneros, de construir nuevos escenarios utilizando capacidades transversales como pensar, definir, formular, desarrollar y comunicar. Todas esas capacidades no son privativas de unos pocos iluminados ni patrimonio de una raza superior sino que están en todos y cada uno de nosotros.
La invitación es a revisar nuestros miedos, a otorgarnos una mínima autoconfianza, a creer en nosotros y a pensar en el grado de obsolescencia que nos mantiene más o menos oxidados. Ya seamos individuos o empresas ¿qué diferencia hay?