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6 de mayo de 2010

La importancia de llamarse Ernesto

Los que la hayan leído sabrán que en esta comedia de Oscar Wilde no aparece ni una vez el nombre de Ernesto. No es de extrañar, porque el título original de la obra es The Importance of Being Earnest y la traducción de Earnest no es Ernesto sino honesto, así que a saber los motivos de semejante desliz. Este juego fonético se ha mantenido en traducciones a otros idiomas, como el catalán (L’importància de ser Frank) donde hay que traducir Frank por “franc”, lo que equivale igualmente a honesto.
Esta diletancia viene a cuento de lo que quiero contar hoy: llamemos las cosas por su nombre y no empleemos subterfugios que escondan dobles intenciones o interpretaciones. Vivimos un mundo convulso, muy alejado de los “alegres” veinte, cincuenta o sesenta. Las similitudes con nuestra época son difíciles de encontrar en las “edades vividas”. Podríamos convenir que no existen en el espacio que alcanza nuestra memoria.
Nuestro siglo empezó con optimismo pero se torció poco antes de doblar el primer largo, el primer decenio, como ha sucedido históricamente. Se diría que a los siglos le sienta mal el nacimiento. La primera consecuencia de ello es que los valores en los que crecimos (algunos), nos mantuvimos (casi todos) y en los que creímos (o no) tenían menos consistencia de lo que parecía. Apenas han aguantado -como un azucarillo al sumergirlos en café hirviendo- los embates de arcanas variables que apenas controlamos desde nuestro pequeño mundo (las puñeteras subprimes, la codicia de los banqueros, la alegría en el gasto de nuestros gobiernos, las agencias de rating, los tiburones financieros ahora en su modalidad de fondos de pensiones o de inversión, etc.)
Los valores son creencias firmes sobre las que apoyamos nuestras acciones, pero son difíciles de condensar y por tanto de concretar. Diríamos que se mantienen en estado gaseoso pero lo impregnan todo. Escribí sobre ello hace unos meses, pero no hago ningún link para no despistar la lectura. Los valores actúan como distribuidor de nuestras acciones: determinan lo que haremos o no en función de unos principios generales de actuación sobre los que basamos nuestros comportamientos por nimios que éstos sean.
Creo que no hace falta insistir más en esto para que nos demos cuenta de cuán importantes son para nosotros, aún en el caso de que fuéramos capaces de enumerarlos, cosa que por otra parte, no es tan fácil como parece. Además, tienen una propiedad esencial, son íntimos, se viven en intimidad y sólo los afloramos cuando hablamos en tono solemne. Pues bien, esos valores se están yendo al garete, ya no nos sirven por mucho que nos sigamos aferrando a ellos.
Desde una perspectiva de inteligencia emocional esto tiene unos efectos devastadores y es así porque seguimos comparando lo que se nos pone por delante con unas métricas que se han quedado obsoletas y responden a una visión que, de repente, no pasa de ser tan romántica como trasnochada. Quién hubiera pensado hace sólo unos años que la meritocracia estaría en franco retroceso, quién desconfiaba de la solvencia de su caja de ahorros, quién podía siquiera imaginar que algún día Grecia precisara de más de 110.000 millones de euros para salvar los muebles o que nuestro país alcanzaría una tasa de paro del 20% que equivale a decir que uno de cada cinco españoles (incluida la tropa auxiliar de la emigración) está en su casa de vacaciones forzosas. Todo esto afecta a nuestro catálogo de valores.
Luego llamemos a las cosas por su nombre y dejémonos de florituras. Estamos en una fase de mudanza similar al de las lagartijas cuando cambian de piel. El problema es que nos faltan referentes que inspiren confianza. La publicidad ya no nos hace ser protagonistas de historias idílicas para las que nunca fuimos llamados sino que se basa fundamentalmente en apelar al ahorro (muy interesante el ejemplo de los productos “valor seguro” que pertenecen a la misma multinacional) o a ofrecer altos niveles de servicio a precio de ganga (especialmente llamativo en el caso de seguros de automóvil que hace sólo unos años no te admitían como asegurado si habías dado un solo parte el año anterior y que ahora se te rifan a unos precios de derribo aunque seas más malo conduciendo que Rompetechos).
La economía ha determinado históricamente nuestro catálogo de valores. Maslow lo reflejó de forma gráfica en su pirámide en la que la base se asienta sobre la supervivencia diaria y la cúspide sobre la realización personal. Sin el estómago lleno es difícil tener pensamientos elevados, viene a decir. Gran verdad. ¿Significa esto que no alcanzamos a tener valores o aplicarlos hasta que nos encontramos asentados en un cierto bienestar? No, en absoluto. Lo que quiero decir es que mutan en función de las necesidades cubiertas. El amor a la libertad es un sentimiento básico pero más intenso en la medida en que se carece de ella. Cuando somos libres o pensamos que lo somos queda como un valor subyacente, no es aspiracional, está integrado. Y lo mismo sucede con el resto.
Pero volvamos a la economía. En este momento todos hemos sido capitidisminuidos en mayor o menor medida. Incluso los verdaderamente ricos están sintiendo en sus carnes los efectos de esta crisis (que se lo pregunten a los ricachones clientes de Madoff). Conforme descendemos en la cadena trófica y nos vamos acercando a los menestrales (la clase media en nuestros días) los efectos negativos de esta crisis (llamémosle económica y financiera para no liarnos) va en aumento en progresión aritmética.
¿Vemos el mundo de distinta forma desde hace tres años? Sin duda. Luego los valores que necesitamos ya no son los mismos, como aviesamente han integrado las campañas publicitarias que siempre se adelantan a los comportamientos esperables aunque olviden darnos las pistas de por dónde se va.
Andamos perdidos, nos faltan referentes. ¿Dónde estamos, quién nos puede proporcionar respuestas, en quién o qué confiar? Son preguntas que esconden una carencia: la falta de instinto para rearmarnos de valores. Somos como los caballos domesticados que han olvidado que su hábitat natural es correr por las praderas. No es que no tengamos respuestas, es que hemos olvidado dónde encontrarlas.
Volver a los orígenes es una alternativa plausible, porque allí es donde han estado siempre, pero parece que nos olvidamos de echar miguitas de pan en el camino y cuando volvemos la espalda lo único que vemos es una enorme arboleda que no ofrece pistas. Hoy los griegos se enfrentan con esa realidad que se ha vaciado de valores reconocibles. Han despertado de un sueño para encontrarse en medio de una pesadilla. Y eso no lo digo yo sino Jesús, el camarero filósofo de la cafetería de enfrente al que me he referido otras veces.

Como veréis, no he mencionado ni una sola vez el nombre de Ernesto.