
Ayer vi por televisión una película que se me pasó cuando la estrenaron y que iba sobre la vida de Amelia Earhart, la aviadora estadounidense que pasó a los anales de la historia como la primera mujer que hizo un vuelo transoceánico y que pereció en su intento de dar la vuelta al mundo siguiendo la línea del Ecuador.
Amelia fue una mujer especial en todos los sentidos. Primero porque en los años 20 era impensable que una mujer tuviera un papel protagonista y menos de ese nivel, por lo que tuvo que aceptar que haría ese primer viaje transoceánico técnicamente como responsable del vuelo pero en realidad sin llegar tocar los mandos del avión, a pesar de que disponía de la máxima titulación como piloto. Esa primera experiencia le sirvió para hacerse enormemente popular y optar de nuevo, esa vez sí, a emular la hazaña de Lindbergh cruzando el Atlántico en solitario unos cuantos años más tarde y en menos tiempo.
Lo que me llama la atención de Amelia Earhart no son sus hazañas en sí, sino su determinación a perseguir sus sueños y por supeditar lo que fuera necesario para poder cumplirlos. Es decir, admitir que todo tiene un precio pero que cuando se trata de cumplir un sueño siempre es soportable. En su caso, un marido al principio reacio pero influyente, estar en peligro varias veces de caer en la ruina económica y sacrificar una vida apacible para la que parecía predestinada.
Hija de un abogado fracasado y alcohólico al que a pesar de todo amaba con locura, hizo mucho por las mujeres y lo hizo desde una posición en que todo el mundo la podía ver. Eleanor Rossevelt fue una de sus más acérrimas seguidoras y de su influencia obtuvo el reconocimiento de la aviación como arma comercial de primer orden. Earhart no puso límites a sus sueños e intentaba que el resto de las mujeres hicieran lo mismo. En una sociedad como la americana de esa época eso sólo se podía hacer a base de visibilidad y de mucha incomprensión.
De la película que vi ayer me quedo con unas secuencias en las que se ve a su Electra volando sobre la sabana africana a poca altura y en toda la magnificencia de esas vistas. El espectador sabe que nunca regresará de ese último viaje; ella no y me pregunto si deberíamos aprender a saborear lo que tenemos porque nunca sabemos si volveremos a repetir esas experiencias.
Los sueños tienen esas cosas, que a veces se convierten en ciertos. Se viven y se disfrutan y luego permanecen en nuestras retinas como películas en las que fuimos protagonistas. Por unos momentos, unas horas o unos días somos los reyes del mundo y es bueno que así sea. Sabiendo que hemos tenido que pagar un alto precio o no sabiendo que es lo último que haremos.
Los sueños realizados son regalos de los dioses. Amelia Earhart tuvo los suyos y los cumplió pero muchos tuvieron que ponerse a su servicio para hacerlos realidad. Hay dos tipos cosas que podemos poner en práctica al servicio de los sueños de los demás: comprometernos con la consecución del sueño o con el compromiso de quien lo persigue. No siempre es fácil escoger lo qué está en nuestra mano pero ambas son igualmente útiles.