Transcurridos unos meses desde la muerte de su padre, Berta recibió como parte de su herencia una vieja y pesada caja llena de documentos y objetos personales que le habían pertenecido. Firmó el recibo notarial y la guardó en el trastero. Durante un tiempo no fue capaz de abrirla pero un día, a la vuelta del trabajo y aprovechando que los niños estaban pasando la tarde con su padre comprando el árbol de navidad, abrió la puerta del armario para guardar algunos regalos y allí la vio, ocupando un espacio vital que ella necesitaba. Pasó su mano sobre la tapa de esa caja que sabía que contenía cosas que su padre consideraba de valor preguntándose qué iba a hacer con ellas. Hacía años que habían perdido el contacto. No se habían enfadado, sólo distanciado. Berta hacía años que había abandonado su país y vivía en Canadá junto a su esposo y sus dos hijos. Ahora estaba embarazada del tercero.
Arrastró la caja hasta el salón y se preparó un té. Con la taza humeante en su mano pensó qué ocurriría cuando la abriera. Como fetichista, sabía que su padre era aficionado a guardarlo todo. ¿Por qué tendría que habérsele ocurrido hacer eso? ¿Por qué le traspasaba la pesada carga de tener que custodiar su pasado? Como mujer práctica sabía lo que tenía que hacer, así que sin más rompió el precinto y levantó la tapa.
Lo que vio le hizo dar un respingo en su asiento. Allí había juguetes viejos de cuando era niña. Juguetes que pensó que su madre habría tirado, juguetes queridos y olvidados desde hacía muchísimo tiempo. Un montón de clics de famobil, unas cuantas muñecas que enseguida reconoció, un juego de construcciones de madera. Pero también reconoció decenas de cuadernos repletos de sus primeros garabatos en los que se intercalaban dibujos de barcos que le hacía su padre y que ella coloreaba. Berta siempre le pedía a su padre que le dibujara cosas y él parecía que sólo sabía dibujar veleros con una niña con coletas al timón: ella.
Y además había dos sobres. Uno, ya amarillento y grande numerado con un 2 y otro más reciente y pequeño numerado con un 1. Abrió el primero y sacó de él una carta que decía:
“Ahora que tienes la edad suficiente quiero que sepas que hay un lugar mágico que se llama El Jou. Yo fui con otros ocho guerreros porque nunca se debe ir solo sino acompañado de otras almas que encontrarás por el camino y que te llevarán hasta la cumbre ya que ese lugar está entre montañas y un poco apartado del mundo. Se llega a él siempre que tengas la voluntad suficiente para ascender por una cuesta sinuosa que te lleva a un refugio de piedra donde habita un médico sabio que ya sabe que una vez en la vida irás a verle. Tiene anotado tu nombre en un enorme libro de registro y lo busca en él antes de que siquiera abras la boca. Te toma de la mano, hace unas pocas preguntas, examina tu alma después de pedirte que te desnudes como un árbol en invierno y luego, amorosamente, te somete a una dura prueba que consiste en que escribas una carta al niño que fuiste una vez. Una vez hecho eso, eres una persona completamente sana y puedes volver a tu vida y vivirla en paz.
Con todo el amor.
Papá”
Berta abrió el segundo sobre más grande mientras notaba el temblor en sus manos. Sacó una foto en la que distinguió a su padre junto a otras ocho personas que no había visto en su vida y una carta. También en esa carta se adivinaba la caligrafía de su padre pero antes de ponerse a leerla dio un sorbo a su taza de té y puso en su regazo una de las muñecas que había recibido y que le hablaba de la niña que fue.
“Carta al niño que fui
Te perdono al tiempo que te pido perdón por el daño que nos hemos causado mutuamente. Y empezaré por pedir perdón por haberte llevado por caminos que no eran los de tu naturaleza, por haberte hecho más cobarde o más débil de lo que eras, por haberte obligado a hacer cosas menos grandes o comprometidas de las que eras capaz, por haberte protegido o expuesto demasiado, por haberte privado de meter mano a una chica hermosa cuando lo deseabas, por haberte obligado a callar o hablar cuando debías haber hecho lo contrario, por haberte convencido de quedarte en tierra cada vez que querías embarcarte, por permitir que buscaras refugio en cosas vacías donde no había nada y sobre todo, dónde no estabas tú.
Por todas esas cosas te pido perdón. Pero también te perdono por haber permitido que hiciera mi voluntad porque lo cierto es que no nos teníamos más que el uno al otro. He de respetarte y honrarte porque te quiero y somos la misma cosa, aunque no pueda pagarte más precio que el que me ha hecho pagar la vida”.
Berta notó como dos gruesas lágrimas se deslizaban por sus mejillas pero se sintió en paz. Luego, preocupada por si sus hijos regresaban a casa se apresuró a cerrar los sobres, devolver los juguetes al interior de la caja y a envolverla con papel rojo brillante, ponerle un enorme lazo dorado y añadirle una etiqueta que en la que escribió: para Berta de su padre y la arrastró de nuevo hasta el armario donde la colocó con el resto de regalos. Hizo bien en apresurarse porque enseguida llegó su marido y los niños con el árbol de navidad que habían ido a comprar.
Aquellas sí que fueron unas buenas navidades.





